ACE VOSS

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—¿No te hace sentir incómoda? —preguntó el paciente frente a mí, un chico de veintitantos años, con ropa desalineada, cabello despeinado y una evidente falta de higiene personal.

—No, realmente no. ¿Te da placer ver la reacción de las personas cuando hablas de tus fantasías sexuales?

En mis seis años como psicóloga, he conocido a un sinfín de personas y sus variados trastornos. He escuchado cómo nace su lado oscuro, generalmente fruto de una infancia difícil, un padre ausente, abusos, humillaciones... cosas atroces que no desearía a ningún niño. Y he visto cómo esa oscuridad los consume hasta traerlos a mis manos, donde son diagnosticados y tratados.

No puedo juzgarlos, y no debo hacerlo. Incluso yo tengo ese lado.

—No son fantasías. Realmente lo hice —dijo, relatando cómo había seducido a la mejor maestra de la universidad y tenido relaciones con ella en un salón de clases.

Sabía que mentía. Pude ver su nerviosismo, su mirada fija en mis reacciones, o en la falta de ellas, frustrándose cada vez más al no obtener lo que buscaba.

—¿Crees que contar irrealidades sexuales hará que las mujeres te vean como alguien especial?

A veces podía ser dura, pero romper el cristal de sus fantasías era necesario para poder avanzar en la terapia.

—Yo... no quiero... para qué...

—¿Piensas que ganarte la atención de las mujeres te hará sentir menos solo y más importante?

—¡Ella nunca me amó! —gritó.

Ahí estaba, el cristal roto. Desde ahí, todo fue un torrente: habló de cómo su madre lo menospreciaba desde niño y cómo las mujeres que llegaron después lo humillaban, lo rechazaban, lo traicionaban.

Los villanos más temidos alguna vez fueron personas que soportaron el desprecio de los demás por demasiado tiempo, intentando ser mejores para ellos. Pero todos tenemos un límite, y al alcanzarlo, nos convertimos en algo peor que esos mismos verdugos.

 Pero todos tenemos un límite, y al alcanzarlo, nos convertimos en algo peor que esos mismos verdugos

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—¿Te gusta verlos llorar? —me preguntó Fernanda, la secretaria de la clínica.

—Hmm... probablemente sí —susurré para mí misma, notando que no escuchó mi respuesta.

—Mi objetivo no es hacerlos llorar —mentí—. Pero llorar les recuerda que son humanos, vulnerables, imperfectos... y eso está bien, porque ayuda a desintoxicar el cuerpo y la mente.

Esa era mi voz racional y benévola. Pero, en realidad, lo que quería decir era:

"Verlos llorar me hace pensar que soy capaz de ocasionar dolor conscientemente, aunque ellos no lo sepan. Como romper de nuevo un hueso mal sellado para sanarlo correctamente."

El dolor es sanador.

Ocasionar dolor me da poder, aunque trato de convencerme de que lo hago por su bien. La oscuridad dentro de mí se regocija, y luego protesta cuando pienso que he actuado en favor de la sanación. La maldad nunca se complace en ser utilizada para el bien. Se siente ultrajada, manipulada, utilizada. Pero olvidamos que los médicos tienen cuchillos para operar, y los psicólogos tenemos todos los estudios para diseccionar la mente humana. Tener este conocimiento es peligroso.

—Tienes un nuevo paciente en una hora. Hombre, 33 años. Pidió una sesión de hora y media —dijo Fernanda, quien manejaba las llamadas y la agenda de mis pacientes.

—¿Su nombre? —pregunté mientras tomaba una golosina que solía dejar en su escritorio para los pacientes.

—Ace Voss. Suena sexy.

Me reí. Fernanda siempre me daba su "preperfil" de cada paciente antes de que los conociera.

"Nombres conocemos, caras no sabemos, y mentes mucho menos" —dije, dándole un par de golpecitos a la mesa antes de dirigirme a mi consultorio.

Minutos después, Fernanda me llamó por teléfono.

—Ya llegó Ace —dijo, susurrando.

—¿Y por qué susurras?

—Solo espero que no esté muy loco... o que, si lo está, no sea por una mujer —respondió en tono de broma, insinuando que el hombre era atractivo.

—Hazlo pasar, y procura no babear.

—La que necesitará un babero serás tú. Ya verás.

Un minuto después, escuché un toque en la puerta, y Fernanda dejó entrar a lo que entonces no sabía que sería mi mayor reto terapéutico: la llave de mi propia caja de Pandora.

Siempre había tenido la habilidad de percibir el tipo de persona que asistía a terapia. Una sola mirada abastaba para saber si sufrían de ansiedad o depresión, si venían por temas familiares o de pareja, si serían dependientes de la terapia o la abandonarían pronto.

Pero con él, con Ace Voss, sentí que el juego sería diferente; un tipo de psicología inversa. En lugar de sanar, él parecía capaz de causar daño.

El dolor es sanador.

¿Y la sanación... es dolorosa?

Imaginé que sería como el "contacto cero"tras una ruptura: alejarse para sanar, pero sintiendo el duelo. Pensando en el otro y justificando con un "que se dé cuenta d elo que perdido".

Ace Voss llegó con un letrero invisible que decía "peligro: prohibido", y en letras pequeñas: "Delicioso dolor"

Sus casi dos metros de altura y el cuerpo bien trabajado se reflejaba bajo su camisa de vestir negra. Detuve mi mente y análisis físico antes de que se tornara aún más peligroso.

-Un placer, Ace. Soy Sophie. Por favor, toma asiendo donde gustes- dije, señalando los asientos disponibles.

-¿Dónde yo guste?- Repitió con su voz de barítono, su mirada azul oscura me escrudiñaba como yo lo había hecho, era penetrante, asfixiante, como la profundidad del océano. Sin luz.

¿Qué había hecho este hombre para llevar un abismo en la mirada?

-Sí, donde gustes.

Sin dudar, tomó asiento en mi sillón. Un símbolo de poder, inconscientemente disputado en nuestro primer encuentro.

Prácticamente le había dejado dar el primer movimiento.

-Creo que me quedaré aquí- dijo, cruzando las piernas, el sillón le quedaba pequeño, y él se veía intimidantemente atractivo.

El juego había comenzado, y yo...ya había perdido. 

 

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Reflejos oscuros: entre el amor y la psicosisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora