Un torbellino de emociones invade la institución con el temor característico de cualquier niño que ingresa por primera vez a la escuela. ¿Cuatro, cinco años? Lo sabría si supiera contar, piensa. Mientras su madre la toma de la mano, casi la arrastra para que entre. La niña se siente preocupada y no duda en preguntar: “¿Por qué vengo aquí?”. Su madre, con calma, le responde: “No pienses en eso, solo hazlo”. Ella siente un vacío en esa respuesta, pero aun así sigue el camino y entra. Recuerda claramente lo que vio: imágenes vívidas de muchas personas de su misma estatura, casi todos de la misma edad. Niños y niñas que parecían tan iguales entre sí. En su inocencia, no conocía aún el significado del ego, pero para ella, era diferente. Ella siempre se sintió diferente.
Consumida por la ira de sentirse vacía, sin encontrar una razón para lo que estaba viviendo, se acerca a los demás niños, pequeñas ovejitas que caminan juntas, hilando pensamientos. Logra hacerles por primera vez una pregunta: “¿Saben por qué estamos aquí?”. Algunos, con un aire de arrogancia, la miran y responden: “No pienses mucho, solo obedece”. Ella vuelve a sentir ese vacío al escuchar esas palabras. Los primeros días fueron tortuosos, ya que no entendía qué estaba haciendo ahí y, más aún, no comprendía por qué su docente actuaba de manera tan extraña. Entonces, uno de esos días, cuando él intentaba hacer que una de las estudiantes se sentara sobre él, ella lo cuestionó: “¿Por qué necesitas hacer eso?”. El docente, con indiferencia, repitió: “No pienses mucho, solo lo hago por su bien”.
En casa, preguntaba constantemente a sus padres. Siempre le había gustado averiguar el porqué de las cosas. Al principio, esto les resultaba interesante, pero como suele pasar con cualquier niño curioso, pronto comenzó a irritarlos. “¿Por qué tengo que ir a esa escuela? ¿Por qué me tienen que obligar? ¿Por qué siempre tengo que hacerles caso a ustedes? ¿Por qué sigo pensando en lo que pasa?”. Tantas preguntas la abrumaban, tantas dudas que no encontraban respuesta. Pero todo lo que escuchaba era: “No pienses mucho. No puedes simplemente divertirte”.
Un día, cuando preguntó a su padre con más insistencia que nunca, “¿Por qué mi maestro es tan molestoso?”, él, creyendo que se refería a que no le gustaba lo que le enseñaban, le respondió severamente: “Tienes que obedecer lo que te dice tu maestro. Entiende que todo lo que se hace es por tu bien”. Ella, aún más confundida, preguntó: “¿A qué te refieres con hacerlo por mi bien?”.
Él, cansado, solo le respondió: “¿Podrías dejar de pensar? No pienses tanto, simplemente guarda silencio por una vez”.
En la escuela, notó que uno de sus compañeros era llevado repetidamente por el maestro a un lugar apartado, al que nunca se le permitía entrar a ella. Esos momentos se alargaban, y mientras tanto, el resto de los niños se quedaba solo con tareas tediosas que, para ella, no tenían ningún sentido y parecían solo una pérdida de tiempo. Intrigada y con una sensación incómoda en el estómago, les preguntaba a los demás: “¿Qué creen que hace el maestro con nuestro compañero?” Pero todos, con rostros asustados y miradas esquivas, le susurraban: “Por favor, deja de pensar en eso. No le des vueltas. Seguramente no pasa nada”.
Pero esas respuestas solo alimentaban más su curiosidad. ¿Por qué todos preferían ignorarlo? ¿Por qué nadie se atrevía a cuestionar lo que ocurría? Algo dentro de ella le decía que esas preguntas no debían ser silenciadas.
Un día, harta y frustrada, agarró a uno de los niños y lo arrinconó en el patio. Ella era un poco más alta y fuerte que él, y con la mirada encendida por la ira, le espetó: “Tú, basta. Ayer te llevó. ¿Qué estaban haciendo?” El niño, visiblemente incómodo, trató de alejarse sin responder, evitando su mirada como si las palabras de ella quemaran. Pero ella no lo dejó ir. Insistió una y otra vez, cada vez más cerca, cada vez más firme: “¿Qué hacían? ¡Dime qué hacían!”