CAPÍTULO 4

La reina Ysabel de Arkonia, una mujer joven, cercana a los treinta años, se encontraba en la penumbra de su salón privado, observando desde la gran ventana cómo la luz del atardecer bañaba Brasdan, la capital del reino.

De figura esbelta y movimientos gráciles, Ysabel poseía una elegancia natural que no intimidaba, sino que invitaba a acercarse. Llevaba un vestido de suaves tonos pastel, confeccionado con telas delicadas que realzaban su porte majestuoso sin excesos. Su rostro, de rasgos finos y expresivos, reflejaba una belleza serena que encontraba su mayor encanto en la calidez de su sonrisa.

El sonido de pasos discretos rompió el silencio, anunciando la llegada de un miembro de la guardia real. Pese a su disciplina, el guardia no pudo evitar que sus pisadas resonaran ligeramente al entrar. Al llegar a una distancia respetuosa, se inclinó profundamente.

—Majestad, el consejo real la aguarda —informó con voz baja, manteniendo la cabeza inclinada.

Ysabel se giró inmediatamente, sus ojos luminosos encontrando los del guardia con una mirada amable y reconfortante.

—Gracias —respondió con una sonrisa sincera que parecía aligerar el peso de la formalidad—. Vamos.

Mientras avanzaba por el pasillo, escoltada por el guardia, se detuvo un instante para intercambiar unas palabras con una sirvienta que llevaba un cesto lleno de flores. Al llegar a la sala del consejo, los miembros se levantaron al unísono, pero Ysabel no dejó que el gesto durara demasiado.

—Por favor, sentaos —dijo con tono cordial mientras tomaba su lugar en la cabecera de la mesa—. Tenemos mucho que discutir y poco tiempo para hacerlo.—¿Cuál es el primer tema? —preguntó con voz serena observando a cada miembro.

Janek, su consejero principal se aclaró la garganta. Hombre mayor pero en forma, con una barba entrecana y ojos perspicaces fue el primero en hablar.

—Majestad, creo que deberíamos prestar atención a la frontera con los clanes. Los informes que llegan son cada vez más preocupantes, y temo que si no actuamos, pronto podrán penetrar nuestras defensas.

Antes de que Janek pudiera continuar, Rofort intervino. Un hombre alto, de figura delgada pero firme, con hombros anchos que le daban un porte imponente, con unos ojos que destellaban con una inteligencia maliciosa y un desdén apenas velado. 

—¡Bah! ¿Medidas, Janek? ¡Lo que necesitamos es acción! Los clanes son una plaga que debe ser arrancada de raíz. Propongo que movilicemos nuestras tropas y los aplastemos de una vez por todas.

—¿Y a qué costo, Rofort? Cada guerra deja huérfanos y hambrientos. Nuestra gente está cansada de conflictos sin fin. ¿No sería más sabio buscar una solución que priorice la estabilidad interna? —respondió Ana, su voz firme, aunque cargada de evidente desagrado,  una mujer cuya presencia imponía sin necesidad de elevar la voz. En su rostro se marcaban líneas que hablaban tanto de risas sinceras como de preocupaciones profundas. Su estilo al vestir era sencillo pero elegante, demostrando que, aunque había escalado socialmente, mantenía orgullosamente su origen humilde.

Rofort se mantuvo en silencio por un momento, incómodo ante la mirada fija de Anna, que no necesitaba palabras para transmitir su desaprobación. Cuando finalmente habló, lo hizo con cierta cautela, como quien sabe que tiene delante a alguien que no se deja engañar fácilmente.

—¡Estabilidad! —exclamó—. La estabilidad se logra con fuerza, Anna, no con palabras vacías.

Danke de Tark, un hombre esbelto y de modales refinados, en contra posición a Anna se notaba sus orígenes entre las grandes familias.

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