CAPITULO 27

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Llegamos al hospital y, apenas veo el edificio, siento cómo mis piernas flaquean por un segundo. Han sido dos semanas llenas de desesperación y cansancio, pero nada se compara con el peso que siento ahora, aquí, frente a esta estructura que guarda tantos recuerdos. Recuerdos que preferiría enterrar.

Este lugar fue un refugio y una prisión al mismo tiempo, un lugar donde las horas se transformaron en interminables días de incertidumbre, y las noches se volvieron años de espera y sufrimiento.

Hace dos años, cuando nos dijeron que Lara tenía cáncer, sentí que el mundo se desplomaba. Tenía solo diez años. Era una niña llena de energía, con esa risa que iluminaba cada rincón de la casa, como si la vida jamás pudiera apagar su luz. Recuerdo cómo intentó ser fuerte, cómo al principio no comprendía por qué debía pasar tanto tiempo en camas de hospital, rodeada de doctores con palabras técnicas que no entendía, con agujas y máquinas que hacían ruidos inquietantes.

Su primer tratamiento fue agotador, y su cuerpo frágil comenzó a cambiar. Perdió el cabello, la sonrisa se desvaneció, y la energía que la definía quedó atrapada en un cuerpo cansado, consumido por los medicamentos y la lucha. A veces me miraba con esos ojos grandes, llenos de preguntas, y yo intentaba sonreír, asegurarle que todo estaría bien, aunque por dentro yo misma temía que no fuera así. Nos convertimos en compañeras de batalla en un mundo que no entiende de infancia ni inocencia.

Los días aquí eran una tortura. Veíamos cómo otras familias lloraban, cómo algunos niños no regresaban a sus camas, y Lara, que lo notaba todo, me preguntaba si algún día le pasaría lo mismo. "¿Voy a morir?", me decía en voz baja, y mi corazón se rompía cada vez que tenía que mentir, decirle que no, que todo iba a mejorar. Pero había noches en las que yo misma rompía en llanto, escondida, pidiendo cualquier cosa con tal de que ella no sufriera más.

A medida que avanzábamos en su tratamiento, yo me convertía en una especie de sombra, siempre a su lado. Aprendí a entender cada signo de cansancio en su rostro, cada gesto de dolor que trataba de esconder. La vi pasar de niña a guerrera, aunque no debería haber tenido que cargar con una lucha tan grande. Aquí, en este hospital, perdió muchas cosas, incluyendo una parte de su inocencia y de su alegría. Pero nunca perdió la esperanza, y eso fue lo que me mantuvo en pie cuando yo misma quería rendirme.

Ahora, de pie frente a este edificio, con el silencio de una ciudad rota y la amenaza de todo lo que puede salir mal, sé que debo ser fuerte. Por Lara, por la promesa de darle un futuro que parecía habernos sido negado tantas veces.

Matt me agarra de la mano, su tacto cálido me hace salir del trance, y su voz baja y firme me ancla al presente.

—Vamos —me dice—. Ella estará dentro.

Intento frenar la oleada de recuerdos que me están invadiendo, mantener la mente fría. La prioridad ahora es encontrar a Lara. Eso es todo lo que importa. Inspiro profundamente y avanzo junto a Matt, encabezando al grupo mientras cruzamos la entrada del hospital.

Al entrar, el silencio nos envuelve como una capa espesa, casi opresiva. Los pasillos están desiertos, el aire cargado de un olor rancio, y cada paso que damos resuena en el eco vacío del lugar. Miramos alrededor con cautela, escudriñando cada esquina, cada puerta entreabierta, cualquier señal de vida.

—Qué raro... —murmura Matt, frunciendo el ceño mientras observa la puerta de la entrada abierta—. Esto no debería estar así.

Le hago un gesto para que siga adelante, y revisamos juntos la planta baja, habitación por habitación. Nada. Solo silencio y el frío que se cuela por las grietas de las paredes. La tensión en el ambiente me cala hasta los huesos, pero me esfuerzo en mantener la concentración.

SIN REFUGIO | Zona Z #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora