Parte 4

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CAPÍTULO 4

Habían pasado un par de semanas... y Candy no había vuelto a aparecer por el instituto.

Por mucho que había intentado quitarse esa imagen de la cabeza, no lo había conseguido. Aquellos dos enormes ojos verdes brillantes, llenos de lágrimas, le habían atravesado el corazón. Los había visto llenos de pajas de oro cuando ella le había hablado de los sueños que había acariciado en el pasado sobre su profesión; y no había cambiado cuando ella le había señalado lo mucho que se había esforzado por mantener la puerta abierta a su sueño, intentando estudiar sin la ayuda de nadie. Ni mucho menos. Las llamas que ardían en ella habían parecido cobrar mayor vigor.

Sólo Dios sabía de dónde sacaba tanta positividad aquella chica, que no había hecho más que desplazarle desde el primer momento en que la había visto. Podía cuestionarse todas las creencias con las que había construido su coraza, ni siquiera la carismática figura del cura le había impresionado tanto.

Después de todo, ¿no había hecho él lo mismo unos años antes? ¿No hubo un tiempo en el que había dedicado todas sus horas libres a la música y a la actuación? Después de haber sido rechazado por la luz por enésima vez, había intentado convencerse a sí mismo de que todo eran tonterías, pero nunca había conseguido deshacerse de aquel libro... nunca... y Candy le recordaba a todas horas a esa pequeña grieta en su armadura.

A pesar de lo duro que siempre había sido, el abuso de los más débiles le resultaba completamente insoportable; y sentía que había herido a alguien que no se lo merecía.

Cuando Vivian le había contado, toda orgullosa, cómo había conseguido su lujoso vestido rojo, él mismo había sentido la tentación de ir a la tienda. ¿Cómo se había atrevido aquella malvada mujer a clasificar y rebajar de aquella manera a una chica cuyo único error era que había pasado por tantas cosas que habrían destrozado un elefante? Había sentido infinita lástima por ella....

La cólera y el cinismo de Viv eran imposibles de rayar, como un diamante, pero su voz se había quebrado por un momento imperceptible cuando le había descrito aquel escaparate; el hecho de que la hubieran castigado por dedicar una dulce sonrisa a una prenda de moda, que jamás habría podido permitirse, le había repugnado una vez más. ¿Cómo podía un pobre diablo creer que podía tener alguna esperanza si su cara se apretaba hacia abajo cada vez que intentaba mirar un trozo de sol, con la única intención de sentir algo de calor?

Sólo la risa casi histérica de ella le había detenido, cuando a continuación relató coloradamente su venganza.

Odiaba a la gente que emitía juicios desde arriba sin saber....

Su padre siempre lo hacía también; el duque no permitía bajo ningún concepto que sus hijos se mezclaran con las clases más pobres; repartía dinero de caridad para limpiar su alma ante los hombres. El obispo de Canterbury estaba literalmente pendiente de cada una de sus palabras; por no hablar de la directora del internado donde estaba recluido, que tragaba sapos todos los días para intentar soportar su irreverencia, sin escupir en el rico plato en el que comía gracias a las donaciones de su padre.

Al fin y al cabo, el lugar en el que estaba confinado en ese momento le convenía mucho más; nadie conocía sus orígenes, nadie cerraba los ojos y los oídos a su comportamiento; si acaso, era al revés, y sinceramente prefería con mucho ser tratado como un desgraciado sin arte ni parte; era más digno.

*****

Terence había visto al doctor Martin y se aventuró a hacerle algunas preguntas.

«¡Doctor! ¿Está solo? ¿Ya no tiene a su linda ayudantita?».

Miedo a amarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora