El sol se filtraba a través de las hojas, creando un mosaico de luz y sombra en el suelo del bosque.
Yo, Ael, me encontraba sentado en la cima de un árbol milenario, un gigante silencioso que había sido testigo mudo de incontables generaciones.
Desde mi atalaya, observaba la vida que pululaba a mi alrededor: ardillas que saltaban con frenética energía, pájaros que entonaban sus melodías ancestrales, y el viento, un susurro constante que parecía susurrar secretos solo a mis oídos.
Este no era un bosque cualquiera. Era mi prisión dorada, mi reino de soledad, pero también mi dominio. Millones de años atrás, la furia de mi creadora, la Luna, me había desterrado de Eclipse, el paraíso donde había nacido, condenándome a la eternidad en este lugar, a ser el guardián silencioso de los bosques y los mares. Pero mi condena era también mi poder.
La amargura no anidaba en mi corazón. La soledad, sí, una compañera constante, pero no la única.Desde mi exilio, podía observar a los humanos, esos seres efímeros e impredecibles. Su belleza, su fragilidad, su capacidad de amar y odiar con igual intensidad, me fascinaban. Los veía como criaturas ingenuas, jugando a un juego de vida sin comprender las complejidades del universo.
Y yo, hijo de la estrella y la Luna, un semidiós nacido de la unión de dos fuerzas cósmicas, poseedor de una sabiduría y un poder que ellos nunca alcanzarían, era su espectador silencioso, pero también su protector. Porque poseo el poder de la vida y la muerte en este reino.Puedo curar a los árboles enfermos, devolver la vitalidad a las plantas marchitas, sanar a los animales heridos con un simple toque, un susurro de energía cósmica que surge de mi interior.
Durante eones, he vigilado el bosque y el mar. He visto nacer y morir a incontables seres vivos, he presenciado la danza de la vida y la muerte en un ciclo eterno.He aprendido los secretos susurrados por el viento entre las hojas de los árboles ancestrales, los secretos guardados en el rugido furioso de las olas.
He sido testigo del nacimiento de nuevas especies y el silencioso declive y desaparición de otras.
He visto nacer y morir a miles de humanos, sus culturas, sus rituales, sus creencias, pasando como sombras frente a mi mirada inmortal.
Pero mi poder se extiende más allá de la simple observación.
Yo soy la calma y la tormenta de todos los mares. Puedo apaciguar las olas embravecidas, calmar la furia de las tormentas con un gesto, o desatar la fuerza del océano, creando olas gigantescas que se estrellan contra la costa con un rugido ensordecedor.
El mar obedece mi voluntad, es mi aliado y mi reflejo.
Pero un recuerdo, un anhelo, me ha acompañado durante toda mi eternidad. Ella. La mujer de cabello cobrizo. Mi último deseo, un susurro casi inaudible antes de mi exilio, fue que su esencia se reencarnara en otro ser vivo. Mi creadora, en su furia, lo aceptó.
Ahora, la busco en cada amanecer, la sigo en cada atardecer, un peregrino eterno en busca de una visión fugaz. La veo en los reflejos del agua, la siento en la brisa que acaricia mi rostro, un eco indeleble de su esencia. Ella es mi anhelo, mi amor… un amor envuelto en una oscuridad misteriosa, un misterio que solo el tiempo, o tal vez la eternidad, revelará.
El tiempo no es un problema cuando se posee la eternidad. Y yo la usaré para encontrarla. La buscaré hasta el fin de los tiempos, la buscaré hasta que rompa la maldición que nos separa, un amor imposible, una promesa, un pacto con ella que estaba tejida en las estrellas.Soy Ael, el hijo de la Luna, el guardián del bosque y del mar, un semidiós condenado a la soledad, pero también a un poder que abarca la vida misma, desde la más pequeña flor hasta la inmensidad del océano, todo bajo la mirada eterna de un amor que desafía el destino.