Millones de años atrás, en el vasto y enigmático corazón del universo, donde la luz dorada del Sol se entrelazaba con la suave oscuridad de la Luna en un eterno y fascinante baile cósmico, ocurrió un evento extraordinario que cambiaría el destino de todos los astros. Una estrella, en su viaje final hacia el ocaso, se estrelló contra la superficie plateada de la Luna, liberando una energía colosal que dio origen a Ael.
Ael nació de la unión mágica entre la luz centelleante de la estrella y la esencia etérea de la Luna. Era un ser único, un semidiós, un fragmento de luz que brillaba intensamente en la oscuridad, con una belleza que desafiaba la comprensión. Su nacimiento fue un acontecimiento que sacudió los cimientos del universo; un nuevo ser destinado a un futuro monumental, desde su nacimiento ya tenía su destino escrito: debía casarse con Aurea, la hija del Sol, para mantener el equilibrio entre los dos astros.
Creció en Eclipse, un paraíso celestial donde la luz del Sol y el brillo de la Luna se fundían en un espectáculo maravilloso. Desde lo alto de las nubes, Ael contemplaba la Tierra, observando a los humanos, seres frágiles y efímeros, llenos de pasión, amor, guerras, alegrías y penas. Sentía una extraña fascinación por ellos, como si su existencia reflejara los conflictos y deseos que habitaban en su propio ser.
Ael pasaba horas observando cómo los humanos se enzarzaban en guerras por cosas triviales, incapaces de ver más allá de sus diferencias. Eran criaturas mixtas; algunos tan egoístas que parecían ciegos ante el sufrimiento ajeno, mientras que otros mostraban una bondad tan profunda que estaban dispuestos a dar su propia vida por el bienestar de los demás. Esta dualidad lo intrigaba profundamente.
En su soledad, decidió encontrar una forma de interactuar con la vida en la Tierra, y así, comenzó a hacer apuestas con las supernovas, esas explosiones cósmicas que iluminaban el cielo con su esplendor. Ael contemplaba cada nuevo destello y, con cada supernova, lanzaba sus apuestas sobre el destino de los humanos. Se imaginaba como un estratega en un inmenso tablero de ajedrez, donde los humanos eran sus piezas, y cada decisión que tomaban era un movimiento en el juego universal.
Apostaba por los resultados de sus conflictos, por los amores que florecerían y aquellos que se marchitarían, por las decisiones que podrían cambiar el curso de sus vidas. Con cada victoria y cada derrota que presenciaba, su curiosidad por ellos crecía, y así pasaba sus años de soledad, observando el drama humano desplegarse ante sus ojos, sintiéndose cada vez más conectado a esos seres que, aunque distantes, llenaban su existencia de una chispa de vitalidad que nunca había conocido.
Un día, mientras su mirada se perdía en la inmensidad de la Tierra desde la cima de Eclipse, se posó en una mujer de cabello cobrizo que caminaba con gracia por un bosque. Su belleza era única, como un destello de luz que brillaba en la penumbra, y Ael se sintió atraído hacia ella con una fuerza irresistible, como si el mismo universo lo empujara hacia su destino. Pero ella no lo veía, no podía verlo. Él era un ser de luz y sombra, un espectro invisible a los ojos humanos.
Desde aquel instante, Ael no pudo dejar de observar a la mujer. La seguía en sus paseos por el bosque, la veía reír con sus amigos, la contemplaba mientras dormía bajo la luz de la Luna. Con el tiempo, su fascinación se transformó en un cariño profundo, un amor que iluminaba su ser, un amor que desafiaba las leyes del cosmos.
El día del ritual llegó, y Ael se encontró frente a Aurea, la hija del Sol. Ella era hermosa, radiante, una encarnación de la luz y la energía. Sin embargo, Ael no sentía nada por ella, solo un vacío inmenso que solo la mujer de cabello cobrizo podía llenar. En su corazón, una tormenta de emociones se desataba, y cada átomo de energía que lo complementaba resonaba con la desesperación de un amor no correspondido.
"Ael, ¿aceptas casarte con Aurea, para mantener el equilibrio del universo?" preguntó la Luna, su voz llena de esperanza y una tristeza que resonaba en el vacío.
Ael la miró, su corazón dividido entre el deber y un amor que ardía como un fuego inextinguible. "No puedo, creadora. No puedo casarme con ella," respondió, su voz temblorosa, llena de una determinación que lo asustaba.
La Luna, con el rostro lleno de decepción, lo miró con tristeza. "Ael, ¿qué has hecho? ¿Te das cuenta de que has puesto en peligro el equilibrio del universo?"
Ael, con lágrimas en los ojos, le explicó su amor por la mujer humana, cada palabra impregnada de una pasión que desbordaba su ser. La Luna, enfurecida, lo miró con un rayo de furia en sus ojos plateados. "Por tu desobediencia, serás exiliado a la Tierra. Hasta que remidas tu error. Serás el guardián de los bosques y los mares, condenado a la soledad eterna. Y si un humano te ve, te convertirás en polvo y te quemarás por toda la eternidad."
Las palabras de la Luna resonaron en todo el universo y en su mente como un eco desgarrador, mientras Ael sentía que su corazón se rompía en mil pedazos. La tristeza y la desesperación se entrelazaron en su pecho, y la idea de perder a la mujer que amaba, el pensar en que ella es inmortal y va a morir, lo consumía. Con un último suspiro, se despidió de su hogar en el cielo, sabiendo que su único destino era proteger a la mujer que había llenado su vida de luz, incluso desde la distancia de un mundo que lo había separado de su esencia.
Así, Ael descendió hacia la Tierra, llevando consigo el peso de sus decisiones y el resplandor de un amor que podría cambiar no solo su destino, sino el de todo el universo.