capitulo 6 las súplicas del silencio.

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Los meses se deslizaron como hojas muertas en un torbellino otoñal. Solara, con su risa contagiosa y su espíritu indomable, se había marchado a la ciudad, a la vorágine de la vida universitaria.  Yo, Ael,  permanecía en mi solitario deber: guardián del bosque, protector del mar, vigilante de la armonía de la naturaleza.  Era una carga agotadora, incluso para un semidiós, un peso que se asentaba como una losa en mi pecho.  Pero el vacío que sentía era mayor que el cansancio físico. Era una nostalgia profunda, un anhelo constante por Solara que me carcomía el alma.

A escondidas, la observaba desde la distancia, oculto entre las sombras de la ciudad, un espectro protector velando su bienestar.  La veía entre la multitud, una chispa de luz en la oscuridad urbana, y un escalofrío de miedo me recorría cada vez que la veía sola, vulnerable.  La imagen de su sonrisa, su alegría, se convertía en un recuerdo preciado, un tesoro que guardaba en lo más profundo de mi ser.

Los fines de semana, Solara regresaba a la cabaña, su refugio en medio de la naturaleza.  Me contaba sobre sus clases, sus amigos, las alegrías y las dificultades de su nueva vida.  Yo escuchaba, cautivado por su voz, por la forma en que sus palabras pintaban un mundo vibrante y desconocido para mí.  Sentía una profunda necesidad de protegerla, un instinto protector que me llenaba de una extraña ternura.

Recuerdo una tarde de otoño, con el aire fresco y el olor a hojas húmedas,  Solara entrenaba karate a la orilla del lago. Sus movimientos eran fluidos, elegantes, una danza de fuerza y precisión. Pero su respiración era entrecortada, su cansancio evidente.

"¿No te preocupes," dijo, con una sonrisa forzada que no alcanzaba a ocultar su fatiga. "Estoy bien. Es solo que no estoy acostumbrada a tanto ejercicio."

Pero yo sentía una punzada de angustia en el corazón.  Su sonrisa era una máscara que ocultaba un sufrimiento que yo intuía, una fragilidad que me llenaba de una profunda inquietud.  Algo no iba bien.

Las semanas se convirtieron en meses, y la alegría de Solara se fue apagando poco a poco.  Un sábado, no llegó a la cabaña.  Una ola de pánico me invadió.  Su ausencia era un vacío que resonaba en el silencio del bosque.

"¿Qué sucede?"  murmuré, sintiendo un nudo en la garganta.  "No es normal que Solara no venga."

Busqué a mi viejo amigo, un búho sabio, de ojos penetrantes y mirada profunda, un compañero fiel en muchas aventuras.

"Ve a la ciudad," le dije, con la voz cargada de urgencia. "Busca a Solara. Observa, escucha, y regresa a contarme qué le pasa."

El búho, con su vuelo silencioso y sigiloso, se perdió en la noche.

Al amanecer, regresó, con los ojos tristes y la mirada llena de pesar.

"Solara está enferma," dijo, su voz apenas un susurro.  "Su corazón... está débil. Los humanos la llaman 'insuficiencia cardíaca'."

Un golpe sordo me impactó el pecho.  Un dolor agudo e insoportable me invadió.  No podía permitir que le sucediera nada a Solara.  No podía perderla.

Me transformé en un haz de luz, un rayo dorado que surcó el cielo nocturno, y me dirigí a la ciudad, al hospital donde estaba Solara.  Esperé hasta que el silencio de la noche envolvió las habitaciones, y entonces, me acerqué a su cama.

"Solara," susurré, mi voz apenas audible. "¿Qué te pasa?"

Su rostro estaba pálido, sus ojos hundidos, pero su sonrisa seguía presente, débil pero tenaz.

"Mi corazón… está cansado," dijo, con un hilo de voz.  "Pero no te preocupes, pronto estaré bien.  Iremos al bosque, celebraremos mi cumpleaños…  Alista un buen regalo."

Las lágrimas me nublaron la vista.  Su fortaleza, su intento de ocultar su sufrimiento, me rompieron el corazón.

"Esa cachorra..." murmuré, sintiendo una mezcla de impotencia y amor incondicional.

"Ya vete," susurró Solara. "Te pueden ver."

Antes de retirarme, le susurré: "Si tienes algún deseo, si te sientes sola, si tienes miedos o preocupaciones... habla con la luna.  Recuerda que soy parte de ella.  Siempre te escucharé."

Me alejé, con el alma destrozada.  Necesitaba encontrar una forma de ayudarla.  No podía permitir que le pasara nada.  A pesar de no ser la humana que buscaba, se había ganado mi cariño, mi respeto, mi amor.

Esa noche, busqué a mi madre, la Luna, en la cima de la montaña más alta.  Le conté todo, mi preocupación, mi impotencia, mi deseo de ayudarla.  Le pedí su ayuda, un sacrificio que podría tener consecuencias devastadoras.  La Luna, con su sabiduría y su poder, escuchó mi súplica, comprendiendo el profundo amor que sentía por Solara.  Y me concedió mi deseo, con una advertencia que resonó en mi alma: la transformación en humano, un sacrificio con consecuencias impredecibles.

Al llegar a la cima, la Luna brillaba con una intensidad cegadora, su luz bañando el paisaje en una silenciosa majestuosidad.

Me arrodillé ante ella, la inmensidad del cielo estrellado como testigo de mi súplica.  "Madre," comencé, mi voz apenas un susurro en la inmensidad de la noche, "necesito tu ayuda. Solara está enferma, su corazón se está apagando.  He intentado todo, pero no puedo hacer nada más."  Las lágrimas rodaron por mi rostro, mezclándose con el frío viento.

La Luna permaneció en silencio durante un largo momento, su luz pareciendo palpitar con una intensidad que reflejaba mi propia angustia.  Finalmente, su voz, profunda y resonante como el eco de las montañas, llenó el espacio.  "Ael, hijo mío, tu dolor llega hasta mí, lo siento en cada latido de mi corazón."

"Sé que pedir esto es un sacrilegio, Madre," continué, mi voz quebrada por la emoción, "pero estoy dispuesto a cualquier cosa con tal de salvarla.  Quiero convertirme en humano, para poder cuidarla, para poder estar a su lado."

Un silencio sepulcral cayó entre nosotros, roto solo por el susurro del viento.  La Luna parecía contemplar el universo entero, considerando las consecuencias de mi petición.  "Convertirte en humano…  Ael, ¿comprendes el precio que tendrías que pagar?  ¿Recuerdas lo que paso la última vez que no me obedeciste?

Tu esencia, la fuerza de un semidiós, diluida en la fragilidad mortal.  Es un riesgo terrible, un desequilibrio que podría desatar consecuencias devastadoras."

"Lo entiendo, Madre," respondí, mi voz firme a pesar del miedo que me recorría.  "Estoy dispuesto a correr ese riesgo.  Su vida vale más que mi inmortalidad.  Mi amor por ella es más fuerte que cualquier temor."

La Luna me observó durante un largo rato, su mirada penetrante, llena de una sabiduría milenaria.  "Tu amor es puro, Ael.  Es un amor que trasciende las barreras de la inmortalidad, que se extiende más allá de los límites de lo divino.  Pero recuerda, hijo mío, que la esencia de un semidiós en un cuerpo mortal es un fuego que puede consumirlo todo."

"Acepto el riesgo, Madre," dije, mi voz llena de determinación.  "Concédeme tu bendición, y transformame."

La Luna suspiró, un suspiro que resonó como el lamento de un viento antiguo.  "Tu deseo se cumplirá, Ael.  Serás humano.  Pero solo por un tiempo.  Y recuerda, hijo mío, que la balanza del destino es delicada.  Un error, un descuido, podría tener consecuencias catastróficas, no solo para ti, sino para todo el mundo."

Su luz se intensificó, envolviéndome en un calor abrasador.  Sentí un vacío profundo, un desprendimiento de mi esencia divina, un dolor agudo y dulce a la vez.  La transformación había comenzado.  El semidiós Ael estaba a punto de convertirse en un simple mortal, por amor.

Mi esencia se desprendió de mi cuerpo, una luz dorada que ascendió hacia la luna.  Sentí un vacío, una fragilidad que me era desconocida.  Luego, un calor reconfortante me envolvió, y me encontré en un nuevo cuerpo, un cuerpo humano...  un cuerpo vulnerable.

Me miré en el reflejo de una charca.  Un joven con ojos azules y cabello blanco.  Un humano.  Ael, el semidiós, se había convertido en un simple mortal, para salvar a la humana que amaba.

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