2 // ᴅᴇᴜx ᴘÔʟᴇꜱ ᴏᴘᴘᴏꜱÉꜱ

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𝐋𝐀 𝐂𝐋𝐀𝐒𝐄 𝐃𝐄 𝐐𝐔Í𝐌𝐈𝐂𝐀 𝐄𝐑𝐀 𝐒𝐔 𝐑𝐄𝐈𝐍𝐎. Draco Malfoy, con su bata blanca perfectamente ajustada y las mangas remangadas justo hasta los codos, estaba inclinado sobre un matraz, observando cómo el líquido en su interior cambiaba de color con precisión milimétrica. Todo el laboratorio estaba en silencio, excepto por el suave burbujeo de su experimento. Los demás estudiantes observaban desde sus estaciones, susurrando entre ellos. Draco nunca fallaba.

—Perfecto como siempre, señor Malfoy —dijo el profesor Snape, su padrino, mientras cruzaba los brazos y esbozaba una media sonrisa aprobatoria. Era raro verlo así, pero Draco lo merecía.

—La perfección es el único estándar que merece mi tiempo —respondió Draco con una media sonrisa y un tono tan afilado como sus palabras. No era arrogancia, era verdad, o al menos así lo veía él.

El cronómetro sonó, marcando el final de la práctica. Uno a uno, los estudiantes comenzaron a entregar sus resultados. Draco fue el último en presentar su muestra. Snape la sostuvo bajo la luz y asintió, impresionado.

—Otro diez. Estás destinado a grandes cosas, Draco.

Draco inclinó la cabeza, acostumbrado a los elogios. Ser el mejor no era solo su objetivo, era su identidad. Su rendimiento académico era impecable: sobresalía en ciencias, matemáticas, historia y literatura. Y no solo eso, también era capitán del equipo de rugby, su fuerza y precisión lo convertían en una estrella en el campo. Pero aunque todos lo veían como un ejemplo de éxito, había un área donde Draco era un absoluto desastre: las relaciones.

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El problema no era encontrar pareja. Con su porte elegante, su cabello rubio siempre perfectamente peinado y su sonrisa encantadora, Draco podía elegir a quien quisiera. Pero esa era precisamente la cuestión: nunca permitía que las cosas llegaran lejos.

—Draco, esto ha sido maravilloso, yo... yo creo que te amo.

Las palabras de Daphne Greengrass, una de las chicas más populares y adineradas de la escuela, colgaron en el aire como una sentencia. Draco dejó su copa de vino en la mesa y se levantó con calma.

—Ha sido una velada encantadora, Daphne. Buenas noches.

—¿Qué? ¿Eso es todo? —preguntó ella, confusa.

Pero Draco ya se alejaba, sin molestarse en explicar ni mirar atrás. Esa era su regla: nunca permitir que las cosas se complicaran. En cuanto alguien mencionaba esas dos palabras, desaparecía.

En otra ocasión, había salido con Theodore Nott, un chico carismático y seguro de sí mismo que había captado su interés por un breve momento. Todo iba bien hasta que, en un momento de vulnerabilidad, Theo había soltado:

—Draco, creo que estoy empezando a enamorarme de ti.

Draco se limitó a parpadear, asintió una vez, y al día siguiente, Theo recibió un mensaje frío y educado que ponía fin a todo.

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—¿Por qué lo haces? —preguntó Pansy, mientras lo veía recoger sus cosas en el vestuario después de un entrenamiento.

—¿Hacer qué? —respondió Draco, sin mirarla, ocupado doblando perfectamente su toalla.

—Cada vez que alguien te dice que te ama, huyes como si te persiguiera la peste. ¿Qué pasa contigo?

Draco se detuvo, sosteniendo la toalla en sus manos. No levantó la vista, pero su mandíbula se tensó.

—Porque el amor es una ilusión, Pansy. Y no tengo tiempo para ilusiones.

𝐔𝐍𝐀 𝐀𝐏𝐔𝐄𝐒𝐓𝐀, 𝐃𝐎𝐒 𝐃𝐄𝐒𝐓𝐈𝐍𝐎𝐒 | 𝐃𝐑𝐀𝐑𝐑𝐘Donde viven las historias. Descúbrelo ahora