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Nonononononono.

No podía ser verdad, no, no podía estar sucediendo esto. Debía ser una broma de mal gusto. Sí, eso era, tenía que serlo. Una mala broma del gobierno, una pesadilla de la que despertaría en cualquier momento. Pero el peso de la realidad era cada vez más pesado, más insoportable.

No podía escapar.

─Nos llegó esta mañana─dijo Tomás, el abogado de Checo, y su voz rasgó el aire, profunda, amarga, reflejando una impotencia que solo un hombre que ha sido testigo del sufrimiento ajeno por años puede conocer. Sus ojos no se encontraron con los de Sergio, pero el tono de su voz fue suficiente para que Sergio supiera lo que estaba a punto de escuchar─. Acaba de ser aprobada.

El papel en sus manos tembló, como si tuviera vida propia. No lo sostenía él, lo sostenía ella: la ley. La ley que había sido escrita con sangre ajena, con sacrificios de aquellos que, como él, nunca tuvieron voz, nunca tuvieron opción. Los dedos de Sergio se crisparon alrededor del documento, pero este seguía siendo más fuerte que él. Como un yugo. Como una condena.

Quiso gritar, quería estallar, romper cualquier cosa. Quiso hacer algo, todo; pero no hizo nada. Lo único que sintió fue el nudo en la garganta, que lo aprisionaba cada vez más fuerte, como si su propio cuerpo se rebelara contra la angustia. Como si sus pulmones decidieran traicionarlo y negarse a dar oxígeno a su cerebro.

¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo le quedaba para ser libre? Para seguir siendo dueño de sí mismo, para decidir si quería seguir persiguiendo su sueño o si, simplemente, se rendiría ante el sistema que siempre lo había oprimido.

─¿Cuánto tiempo tengo?─la voz de Sergio salió rota, un susurro quebrado por el miedo.

Sus palabras se arrastraron por el aire, como si no pertenecieran a él. Era como si, al preguntar, ya supiera la respuesta, como si en lo profundo de su ser hubiera dejado de esperar una salvación. Solo quería saber cuántos días más le quedaban para aferrarse a lo único que aún era suyo.

Tomás suspiró profundamente, dejando que la gravedad de la situación cayera sobre ambos. El abogado cerró los ojos un instante, como si de esa forma pudiera reunir fuerzas para decir lo que no quería decir.

─Seis meses─respondió lo más calmado que pudo para tratar de consolar a Sergio en lo inconsolable, pero en su mirada había un vacío tan grande que parecía devorarle el alma.

El tiempo estaba contadísimo. Seis meses hasta que el piloto tuviera que rendirse. Seis meses hasta que su país le arrancara lo que más amaba: su libertad. Seis meses hasta que fuera demasiado tarde para luchar.

Sergio cerró los ojos, intentando detener la marea de pensamientos que lo ahogaba. ¿Qué significaban seis meses? ¿Cuánto valían seis meses en un país donde la autonomía de un Omega no era más que una ilusión, una promesa rota? Seis meses hasta que su vida dejara de ser suya.

Seis meses hasta que su cuerpo dejara de serlo.

La rabia lo recorrió por completo, como un río que desborda. Un río de furia y desolación. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo podía el gobierno decidir sobre su vida de esa manera? ¿Cómo podía estar sentado allí, como si no hubiera otra opción, como si el único futuro posible para él fuera aquel al que no quería someterse?

Tomás, que lo conocía mejor que nadie, no pudo evitar ver cómo la angustia se reflejaba en los ojos de Sergio, en esos ojos que siempre habían brillado con determinación ahora estaban apagados.

Sergio lo sabía: el automovilismo era más que su carrera. Era su razón de ser, su aire, su respiración. Era lo único que le daba sentido a todo lo demás. Y ahora, con la ley sobre él, ese sueño se desmoronaba, deshaciéndose como un castillo de arena arrasado por el mar.

Cielo de TintaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora