II. Día Marcado

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En las primeras horas de la madrugada del sábado, dos figuras caminaban por la desierta calle Ferguson & Brown, en las cercanías del puerto. No era, ni de lejos, el barrio más selecto de la ciudad. Un persistente olor a urinario público flotaba en los estrechos callejones donde la basura se distribuía, democráticamente, dentro y fuera de los contenedores. Las paredes estaban cubiertas con numerosos grafitis y la iluminación era paupérrima, debido a que una de las diversiones locales consistía en hallar nuevas y creativas formas de destrozar el alumbrado. Las casas, de dos o tres plantas en su mayoría, eran tan viejas que nadie invertía en revoque o pintura. ¿Para qué? A través de los cristales de las ventanas sin cortinas se veían aún muchas habitaciones con luz, cuyos habitantes se embobaban con la televisión, jugaban con sus consolas, dormitaban o se divertían discutiendo a grito pelado. A veces, las voces se oían desde fuera.

Era el lugar perfecto para que alguien —o un grupo de varios álguienes— surgiera desde una esquina oscura y exigiera al visitante distraído hasta la última moneda que llevase encima, con la total seguridad de que nadie llamaría a la policía por mucho que se desgañitara. Lo mejor era cruzar la calle en silencio y rezar para pasar inadvertido.

Las dos figuras no prestaban mucha atención a esa sensata máxima, pues sus pasos firmes resonaban sobre el asfalto, y el eco se magnificaba en el silencio de la noche. Vestían idénticos atuendos de cuero negro: un abrigo largo, reforzado y ceñido hasta la cintura, con dos cremalleras disimuladas en medio del pecho y la espalda, y un amplísimo vuelo que llegaba a los tobillos. Bultos largos y delgados colgaban sobre sus costados izquierdos. Al caminar les asomaban las punteras de unas recias botas, así como el ruedo de la prenda que llevaban sobre los pantalones, una especie de faldón largo del mismo color y material. Los únicos elementos que rompían la uniformidad eran sus auriculares transparentes, sus cinturones, puños y rebordes pespunteados, las hebillas de sus botas y los guantes del más bajo. La altura de su compañero era tan notable que habría podido disuadir a un hipotético atacante en cualquier lugar menos pintoresco de la ciudad, pero no allí. En un barrio tan peligroso, y con semejante apariencia, habrían debido ser el blanco de todas las miradas, burlas y abordajes de la población local. Sin embargo, nadie parecía reparar en su presencia. Las caras aburridas pegadas a los cristales de las ventanas ante las cuales cruzaban no se inmutaban a su paso, sino que los ignoraban por completo. Era muy curioso.

Al llegar a una casa determinada, el alto se detuvo y espió su interior con descaro; en la parte de arriba aún había movimiento. Caminó hacia el lateral, alzó la vista y confirmó que no se equivocaba. Había una tapia a la que era fácil encaramarse para acceder al tejado de la casa colindante, desde donde se conseguía un buen puesto de observación de la ventana iluminada de esa fachada. Subió con agilidad e hizo señas a su compañero para que lo siguiera.

El tipo de los guantes pudo estudiar con tranquilidad lo que había en aquella habitación. Su ocupante era un chico de unos quince años, rubio, con el pelo rizado y una ligera nube de pecas cubriendo la piel blanca de su nariz y mejillas. Estaba absorto en la consola portátil que tenía entre las manos, con una expresión de intensa concentración en el rostro.

—Así que ese es Davenport. Es muy joven —susurró.

—Tiene casi dieciséis, los mismos que tenías tú, ya lo sabes.

—Y pensar que vive en este agujero... Bueno, no es mucho peor que donde yo vivía.

—Ya me estoy ocupando de eso. Siente una seria pasión por el teatro que no le da más que dolores de cabeza, con el tipo de entorno en el que se mueve y la familia que ha de aguantar. Vamos a ofrecerle una beca con alojamiento en un centro de arte dramático. Es una buena cantidad de dinero, esos chistes que tiene por padres no pensarán en negarse.

Para extender las alasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora