—Lo conocí en el año 1677. Aunque se me da de pena recordar las fechas, esa la tengo grabada; esa, y cualquier otra relacionada con él. En medio de la jodida colección de fotos en sepia con los cantos retorcidos que es mi pasado, él es lo único que no ha perdido nitidez. Los momentos que hemos pasado juntos, el cielo, la hierba, la arena, los colores, los sonidos, el timbre de su voz... Nada de eso puede salir de aquí dentro. Está grabado en mi memoria, a tanta profundidad que me es imposible crear nuevos recuerdos si han de ocupar y borrar los espacios que le pertenecen.
»Fue en un poblado perdido en la isla de Skye, en la costa oeste escocesa, ¿te acuerdas? Claro que te acuerdas, qué pregunta más imbécil. Por eso me sorprendió que ahora tuviese un nombre Gàidhlig[2], extraña casualidad... Era verano. Allá, el verano no era tan compasivo como en Italia o en África, pero la gente estaba acostumbrada y yo me conformaba con que el viento no se me llevara por delante. La playa de arenas gruesas y blancas era hermosa, la brisa era fresca, y he de admitir que el sol brillaba durante aquellos días. Tanto que me deslumbraba.
»Aunque no sabía quién era, y nunca lo había visto antes, sé que fue él quien me atrajo a aquel lugar. Y no solo porque algo se sacudió bajo mi kilt en cuanto le puse los ojos encima. No, fue algo mucho más intenso, algo nuevo para mí. ¿Sabes lo que son los escalofríos, ese hormigueo que te sube por las pantorrillas, te eriza el vello de los antebrazos y apelotona la sangre en tus mejillas? Después de experimentar todo eso, me sentí un gilipollas completo. Tenía dieciocho años, había montado a un buen número de hombres y mujeres y había hecho cosas mucho peores, no era un maldito mocoso. ¿Por qué me comportaba como uno? ¿Por qué hacía que me ruborizase igual que una damisela? Además, aún le faltaban algunas semanas para madurar, no tenía sentido quedarme perdiendo el tiempo cuando debía haber otros, ya maduros, no muy lejos de allí. Mi cerebro sabía todo eso, sí, pero los pies me habían echado raíces y ni un puñetero huracán habría conseguido moverme. Ganaron los pies. De nada le sirvió a mi sentido común tratar de razonar con ellos mientras me llevaban a zancadas hasta mi objetivo.
»Por entonces no se llamaba Mìcheal, por supuesto. Al principio disfrutaba atesorando el nombre que, para mí, era una de sus señas de identidad. Cuando lo pronunciaba, el sonido se convertía en un mantra que hacía rodar en mi lengua y me apaciguaba si estábamos separados. Lo utilicé muchos, muchos años, hasta que comprendí que eso no tenía sentido y mi mente dejó de relacionar ambos conceptos. No, él no era su nombre, y en el increíble cúmulo de detalles que le eran únicos y se repetían vida tras vida, ¿qué importancia tenía una palabra? Desde entonces intento olvidarlos todos y empezar de cero, con la esperanza, lo confieso, de que eso ayude a cambiar las cosas.
»Se ganaba la vida haciendo de juglar o, usando la vieja palabra celta, de bardo. Ya lo ves, desde el primer momento tuvo bien claro cuáles eran sus pasiones en la vida y nunca han variado, nunca. Su cabeza siempre ha estado mejor amueblada que la mía. Bueno, como decía, allí estaba él, con quince años, un laúd hecho polvo que había heredado de su padre muerto y una hermana, un par de años mayor, a la que alimentar. Iban de pueblo en pueblo, acudían a la taberna, él a cantar y ella a pasar el plato, y con lo que sacaban se las arreglaban para vivir. No era mucho, pero así la chica no tenía que abrirse de piernas por un trozo de pan. Tenía una voz tan hermosa, y tanto talento... Hasta aquellos tipos con el refinamiento de un nabo eran capaces de reconocer el genio cuando les golpeaba en la coronilla. Aunque no había puesto en práctica ni una de las picardías sobre las que cantaba, sabía cómo entretener al público, en qué momento había que guiñar un ojo o hacer un insinuante movimiento de caderas. En cuanto al laúd, cuidaba aquel pedazo de madera con cuerdas con todo el amor del mundo y sé que nadie más que él habría podido arrancarle aquellas notas. En fin... Al terminar se resguardaban donde podían y así continuaban, jornada tras jornada, hasta que los lugareños, cansados de la novedad, cerraban los cordones de sus bolsas y los forzaban a salir de nuevo a los caminos.
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Para extender las alas
FantasyAquí podrás leer de forma gratuita los primeros capítulos de «Para extender las alas», de Corintia; una novela homoerótica ambientada en un mundo de fantasía urbana. Si el amor atemporal de los protagonistas no te llega al corazoncito, háztelo mirar...