III. Los Tres Hermanos

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K-Town, el enclave coreano de la ciudad, se encontraba al noreste. Una estilizada pagoda de piedra y madera, policromada en rojo y azul, servía de símbolo de bienvenida al hervidero de gente que frecuentaba cada día aquella pequeña porción de Asia. Los edificios principales y más conocidos estaban situados en la primera línea; aventurarse en las embarulladas callejuelas centrales, sembradas de brillantes y abigarrados letreros, era toda una odisea para quienes no estuvieran familiarizados con su trazado.

No era ese el caso de Mìcheal, que acababa de emerger de la boca de metro más próxima con su uniforme de camuflaje: el pelo rubio recogido bajo una gorra, las manos en los bolsillos, gafas oscuras, camiseta azul de manga larga, a pesar del calor, y vaqueros anchos. Aunque hacía más de dos años que el joven no ponía un pie sobre aquellos adoquines de tonos grises que pavimentaban la avenida de la entrada, los recuerdos lo asaltaron al instante. Imágenes de visitas pasadas, de caminatas junto al que siempre fuera su anfitrión, su guía y su amigo...

«—No muchos saben que este pedazo de tierra junto a la pagoda es especial. Tienes que hacer todo el camino pisando con cuidado en los adoquines de color claro. Si pones un solo dedo en los oscuros, despertarás a la Bestia del Submundo, y ella clavará en ti su ojo somnoliento cuya mirada atraviesa la Tierra. Entonces estarás metido en un buen lío, porque la Bestia, que otorga buena suerte a través de los sueños de los que se alimenta, se desperezará, buscará algo más sustancioso para comer y devorará la suerte que te pertenece.

—¿Me ves pinta de mocoso idiota? Que no tengo diez años, fantasma. Eso no hay quien se lo crea.

—Mírame a mí, yo nunca piso las piedras oscuras, ¿a que no? ¿Por qué te piensas que soy un tipo afortunado?».

Munro sonrió con nostalgia mientras sus pies se posaban inconscientemente en los cuadrados apropiados. Idéntica melancolía destilaron sus ojos, ocultos tras los cristales oscuros, al detenerse sobre la pagoda que marcaba el paso de su mundo cotidiano a otro más exótico. Para alguien que jamás había cruzado una frontera, era la experiencia más cercana a viajar al extranjero que podía disfrutarse.

Todo seguía igual. El instinto lo llevó enseguida al lugar que buscaba, no muy lejos de la pagoda roja y azul y del camino de adoquines que un día, varios años atrás, había sentenciado su suerte.


K-Town contaba con restaurantes, comercios pintorescos, almacenes de todo tipo y establecimientos cuyos artículos eran selectos y costosos. Tras la fachada de mármol negro y las lunas blindadas de aquella tienda en concreto se disponían algunas piezas exquisitas de joyería tradicional, objetos elaborados en jade, malaquita, turquesa y otras piedras semipreciosas, pero lo que la hacía estar más solicitada entre los entendidos era su oferta de antigüedades asiáticas. Su catálogo era el más exclusivo, y los empleados se ofrecían a remover cielo y tierra para satisfacer los encargos privados de sus clientes. Además contaba con el valor añadido de su joven gerente de veintiocho años, el cual era una fuente inagotable de conocimientos, hablaba varios idiomas con una fluidez admirable y derrochaba un encanto sin parangón. Más de una cliente ambicionaba adquirirlo a él, y no las joyas y objetos delicados de la caja fuerte. Y era el hijo del dueño, por añadidura. Y tan apuesto...

El culto, encantador, atractivo y adinerado gerente salió de su despacho a buen paso, tras recibir el extraño recado de alguien que deseaba verlo «para continuar la conversación de anoche». A duras penas encajaba en aquel reino de las antigüedades, con su traje de corte moderno y su camisa de Prada color gris perla. Al cruzar el arco de piedra del pasillo localizó enseguida a la otra persona que desentonaba en aquella atmósfera, un chico cohibido de gafas oscuras y gorra, con mangas tan largas que le cubrían las puntas de los dedos. Mìcheal. Se quedó sin aliento.

Para extender las alasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora