IV. Fuego

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Un par de semanas más tarde, Mick y Owen acudieron juntos —cosa rara— al Under 111. Las jornadas pasadas habían estado llenas de tensión, con el asunto del regreso de Jang y la actitud que habían adoptado al respecto. Para darse una tregua, el abogado había aceptado una invitación de Toller para una fiesta que se celebraría en la sala privada del club, en conmemoración del undécimo aniversario de su apertura. Sí, el undécimo, su extravagante dueño era original hasta para eso. Tan solo serían unas cuantas docenas de amigos, socios, artistas y otras diversas personalidades a las que deseaba impresionar u obsequiar. Y Faulkner, por descontado; Toller pertenecía a esa clase de personas a quienes les desagradaba decir o hacer algo sin la presencia de su abogado. En más de una ocasión había acariciado la idea de llevárselo para que supervisara sus encuentros en la cama cuando la pareja en cuestión resultaba tan peliaguda como seductora. Y ahondando más en el asunto, también había intentado empujarlo al catre a él... para así poder matar dos pájaros de un tiro. Pero Faulkner nunca se sacaba el aparato de los pantalones en el trabajo y era fastidiosamente fiel a su efebo de cabellos dorados. El empresario solía preguntarse, sin malicia —no demasiada—, qué hacía falta para tentar a aquel eficiente y apolíneo dechado de virtudes.

La sala privada era la más pequeña de todas, y su decoración se adaptaba a los gustos o necesidades de quien la estuviese usando en cada momento. Contaba con un escenario, una barra y un par de reservados. El abogado cavilaba, mientras subía en el ascensor con su acompañante, sobre cuál sería la temática que su cliente habría elegido para la fiesta. No había querido soltar prenda al respecto y Owen tampoco había insistido, aliviado por no verse en la obligación de llevar un disfraz ridículo. Conociéndolo, pensaba al cruzar la entrada de la sala, seguro que se trata de...

Cuero negro, esa era la respuesta, un morboso y monocromo despliegue de accesorios que habrían hecho las delicias de cualquier dominatrix de segunda categoría. Y no porque Toller no supiese satisfacer el paladar más hardcore y extremo de una de primera clase, en absoluto: se había moderado en consideración a la cautela. Aunque adoraba la provocación, no era un chiflado, y no deseaba que a la mitad de aquellos tipos se les pusiesen los pelos de punta. Esconderse tras una máscara siempre había sido una necesidad en su vida diaria, y si la máscara reflejaba una pizca de la extravagancia que tanto lo fascinaba, mucho mejor.

Faulkner, que lo conocía, no creía que su cliente se hubiese atrevido a celebrar una fiesta así en ninguna de las otras salas, salvo en la privada. El muy cabrón... Empezaba a entender el porqué de las ropas negras que había enviado a Mick para el evento: la camiseta de manga larga ceñida hasta lo imposible, los guantes, los pantalones y las botas de cuero... De cuero, por Dios, que estamos en verano, se había quejado al ver al joven vestido de aquella guisa. Menos mal que el aire acondicionado aportaba frescor a una atmósfera que amenazaba con pasarse de tórrida en cualquier momento. Claro que también tenía sus inconvenientes. El tipo rapado que acababa de pasar junto a ellos, vestido con unos simples pantalones cortos de..., pues de cuero negro, por supuesto, lucía los pezones tan erectos por el frescor que habrían podido saltarle un ojo al más pintado. Tendría suerte si el piercing del de la derecha no se le congelaba dentro de la carne. Para colmo de males —y eso no lo habría confesado ni aunque lo hubieran atado a aquel potro del fondo y le hubiesen aplicado uno de los gatos de nueve colas— se sentía fuera de lugar con su traje, definitivamente de un estilo y un color que no se ajustaban al leitmotiv del evento.

El anfitrión se acercó a ellos cuando ya llevaban un rato paseando la vista por la sala y entreteniéndose con el sugerente tour visual. Les evocaba imágenes de ciertas actividades que practicaban, de tanto en tanto, en la intimidad de su dormitorio, o en el salón, o en el baño. Y un día en el que Mìcheal había insistido hasta lo indecible, en el balcón, a las tres de la mañana, bajo la lluvia...

Para extender las alasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora