El viento helado susurraba a través de las ventanas rotas del viejo orfanato de Tejas Negras. Las tejas, corroídas por los años, parecían querer desprenderse con cada golpe de brisa. La humedad impregnaba las paredes, y el olor a moho dominaba cada rincón de aquel lugar.
Ruster, sentado en el suelo del patio, observaba un ciempiés que reptaba lentamente sobre su mano. Lo acariciaba con delicadeza, absorto en sus pensamientos, mientras las gotas de rocío caían sobre los jardines descuidados a su alrededor.
—Creo que está triste —murmuró Ruster, rompiendo el silencio.
Olie, quien arrancaba malas hierbas cerca de él, ni siquiera levantó la vista.
—¿Otra vez con esas tonterías, Ruster? —respondió, hastiado—. Anda, deja de recoger insectos y ayúdame con esto si no quieres que la señorita Aludina nos vuelva a echar la bronca.
Con un suspiro, Olie arrojó al suelo las hierbas secas que había recogido del campo. Ruster, aún distraído, dejó caer al ciempiés entre las altas hierbas, donde el insecto desapareció de inmediato.
—Oye, Olie... ¿tú crees que algún día saldremos de aquí? —preguntó Ruster, mirando al horizonte, su voz teñida de una mezcla de anhelo y resignación.
Olie dejó de arrancar malas hierbas, esta vez girándose para mirarlo directamente.
—Hombre, no sé tú, pero yo pienso largarme de aquí cuando cumpla los dieciséis. Bajaré a la ciudad, y con suerte me darán un trabajo. Ya no tendré que volver a este maldito sitio.
Ruster sonrió débilmente, jugueteando con una ramita entre los dedos.
—Pues... yo quiero ser libre, como un ciempiés.
Olie soltó una carcajada amarga.
—¿Te estás oyendo, Ruster? ¿Libre como un ciempiés? ¿Y qué vas a hacer? ¿Arrastrarte por el suelo comiendo tierra? No puedes vivir de sueños, tienes que encontrar un trabajo. Algo que se te dé bien. Los tiempos cada vez están peor, y la guerra parece estar cada vez más cerca, más vale que te prepares. Se vienen días de hambruna.
Antes de que Ruster pudiera responder, un estruendoso sonido rompió la calma del patio, el inconfundible galope de caballos.
Ambos se levantaron de inmediato, sus pantalones de tela gastada completamente empapados por el barro que había dejado la reciente lluvia.
—¿Un carruaje? —dijo Olie, con el ceño fruncido—. Aquí nunca pasa nadie.
—Y no es solo uno —añadió Ruster, señalando—. ¡Mira, hay más! Y parecen ostentosos.
Un pequeño convoy de carruajes avanzaba por el camino que llevaba al orfanato.
—Corre, vamos dentro a ver qué pasa —instó Olie, y ambos corrieron hacia el edificio, al igual que el resto de los niños, quienes se arremolinaban en la entrada, curiosos por el alboroto.
Pero antes de que pudieran acercarse lo suficiente, la figura de una mujer les cortó el paso. La señorita Aludina, la directora del orfanato, con su habitual aire de severidad, les interceptó en la entrada del patio. Su ropa, aunque sencilla, destacaba por la limpieza y el cuidado que le ponía, en contraste con el aspecto desaliñado de los niños.
—Señorita Aludina, ¿quiénes son los del carruaje? —preguntó Olie.
—Aún no lo sé, pero lo que sí sé es que no podéis recibirlos así —respondió ella, mirando sus ropas empapadas de barro con evidente desaprobación—. Id inmediatamente a cambiaros y lavaros. No pueden pensar que somos unos sucios animales.
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Los Canalizadores
FantasyTras la misteriosa desaparición de su mejor amigo Olie en la antigua academia de Falandrian, Ruster, un joven marcado con un pasado lleno de incertidumbre, toma la valiente decisión de abandonar Tejas Negras, el sombrío orfanato que fue su hogar, pa...