Amor, cruel amor, ¿por qué me matas?

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No me alcanzaban los ojos para mirar todas las escenas que se desplegaban al paso del vaporetto por la calle más bonita del mundo: el Gran Canal. Los palacios con sus espléndidas fachadas, los puentes, el mercado de Rialto rebosante de verduras, carnes y queso, el bullicio de la gente. De pronto, una góndola funeraria con su triste carga cubierta de flores se puso a la par del vaporetto: alguien había muerto en vísperas de Carnaval. ¿Sería un mal presagio?

Había llegado a Venecia desde París por tren. Soy estudiante de teatro y en las clases, durante todo el año, trabajamos con los personajes de la comedia del arte. Yo elegí el papel del Dottore Plusquamperfetto quizás porque, como a él, me gusta hablar mucho aunque, a mí, nadie me haya arrojado un tintero a la cara.

Después de varios meses de ensayo, decidí probar mi personaje en el escenario más exigente, el "Carnaval veneciano". Haciendo horas extras --me desempeño como cajero en una casa de comidas rápidas-- y gastando apenas lo necesario, logré reunir el dinero para el viaje.

Ya en Venecia, me instalé en la pensión de la dama Angelina, famosa entre los estudiantes por la generosidad de sus desayunos que alcanzan para el hambre de todo el día.

Inmediatamente me lancé a las calles con el fin de procurarme por el disfraz del Dottore. Lo más costoso sería, sin duda, la máscara, que debía comprar en una de las tres mejores tiendas de la ciudad. Así fue: se llevó la mitad de mi dinero. Por suerte, conseguí, a muy buen precio el resto del disfraz. Me contemplé en el espejo que me devolvió la imagen del auténtico Dottore Plusquamperfetto, con la mascara manchada de tinta, calzones negros hasta las rodillas, capa y sombrero. Ya transformado en el personaje me mezclé entre la multitud que inundaba las callecitas. Máscaras vestidas con las figuras del Tarot: reyes y reinas de copas, bastos, espadas y oros, Más allá, cuatro muchachas con sus cuerpos convertidos en tallos y sus caras amarillas rodeadas por hileras de blancos pétalos que se balanceaban suavemente mientras caminaban. ¡Un ramo de risueñas margaritas! Allí, en el puente, la máscara de la muerte envuelta en una lujosa capa de terciopelo negro y blandiendo, amenazante, la afilada guadaña.

De pronto, me topé con un grupo de personajes que improvisaban una pequeña comedia. Pantalone, el avaro mercader, trataba de recuperar, sin éxito, una bolsa con monedas que le habían birlado sus dos criados, el ágil Arlequino y el amargo Brighella. Sin dudarlo, me uní a la función.

«La rosa florecida tiene flor. El hombre que camina no está muerto. Quien se equivoca no tiene razón. La nave en altamar no está en el puerto», recité, con la más absoluta pedantería, algunas de las 115 brillantes conclusiones del Dottore.

Las risas y aplausos con los que el público festejó los disparates de mi personaje me dieron alegría y ánimo para seguir al grupo de máscaras que se trasladó, con su espectáculo, a otra callejuela. Nuevamente el éxito nos acompañó, acrecentando mi entusiasmo. Pero entonces, sucedió algo. Me estremezco al recordarlo.

La gente reía a carcajadas al ver a Arlequino y Brighella saltar por los aires en fantásticas cabriolas. El avaro Pantalone no lograba recuperar sus monedas y, desesperado, tironeaba de sus erizados bigotes. El Dottore --es decir yo-- contribuía al jolgorio general con la continua y disparatada charla. El calor de la función nos hacía transpirar cuando sentí que una ráfaga helada pasaba a través de mi cuerpo como si me hubieran hecho un agujero en el lugar del corazón. La sensación fue tan intensa que tuve que mirarme. Cuando volví a levantar la vista, vi venir hacia mí a un Sior Maschera. Avanzaba como si flotara en el aire, cubierto el rostro por una máscara blanca, con el sombrero negro de tres puntas y la capa de seda. Fue como si los demás hubieran desaparecido y solo quedáramos en toda la ciudad, él y yo. Me tomó de la mano. Quise retirarla pero él la asía con fuerza de hierro. Pensé en las bromas clásicas de Carnaval y otra vez intenté desasirme. Entonces llevó mi mano hasta su pecho y, para mi sorpresa, acaricié la forma redonda y llena de un seno de mujer. Parecía la promesa de una aventura amorosa. ¿Quién era la que se ocultaba bajo el disfraz? ¿Sería joven y bella? La curiosidad hizo que me abandonara a su capricho y me dejé conducir por el laberinto de las callejuelas.

Amores que matan- Historias de amor y terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora