El rostro del diablo

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 Agnes Sampson confesó que atrapó un gato, lo bautizó y ató trozos de cadáver a su cuerpo. Confesó también que sus compañeras salieron  con el  bote a la mar y arrojaron al gato al agua con los correspondientes encantamientos. Así se desató el temporal que casi hace zozobrar el barco donde viajaban Jacobo VI, rey de Escocia, y su futura esposa. Siguió confesando Agnes Sampson que, puesto que el rey logró salvarse del naufragio, ella y las otras brujas de North Berwick recurrieron, para asesinarlo, a la magia de la imagen. Hicieron una figura de cera que representaba al monarca y la quemaron: él se consumiría al igual que el muñeco. JAcobo VI presenció personalmente las torturas a las que fue sometida Agnes Sampson. También las brujas de Lancaster fueron encontradas culpables. Ellas confesaron los encuentros con el diablo en el bosque y el embrujamiento con el que subyugaban a sus enemigos. Si esto había sucedido en Escocia e Inglaterra, la brujería era más temible aún en Alemania. Así lo afirmaba en su bula el propio papa Inocencio VII : «... en algunas regiones del norte de Alemania, muchas personas de uno y otro sexo se han entregado a los diablos, íncubos y súcubos, y por sus encantamientos, hechizos, conjuros y demás supersticiones execrables y encantos, enormidades, crímenes, destruyen a los hijos de las mujeres y a las crías  de los ganados, agostan y arruinan los frutos de la tierra, la uva de los vides, los frutos de los árboles...» Por todo ello el obispo de Bamberg se había visto obligado a condenar a muerte a 600 brujas. Y en Würzburg, 900 habían sido eliminadas en un año.

El padre Böhm repasó mentalmente los hechos de la crónica que estaba leyendo y sacudió la cabeza como si quisiera expulsar un mal pensamiento. Eran tiempos difíciles para la iglesia y, en consecuencia, para él. Al temor por la aparición de una nueva clase de brujería relacionada con el culto al diablo se agregaba el miedo a las revueltas populares. Cansados de ser despojados por los nobles y por el clero al que debían pagarle la décima parte del producto de su trabajo, los campesinos empezaban a rebelarse. En Wüzberg, el pastor y músico de la aldea Hans Beheim predicaba que todos los hombres eran hermanos, que no debían existir ni ricos ni pobres, que había que quitar la tierra los señores y a la Iglesia y repartirla entre los campesinos. El obispo de Wüzberg lo acusó de hereje y lo mandó a arrestar. Fue condenado y murió, como las brujas, en la hoguera. Pese a ello, un nuevo líder había tomado la bandera levantada por Hans Beheim y se había puesto al frente de los campesinos que lo ocultaban para protegerlo de los soldados.

 El padre Böhm suspiró. En su interior compartía muchos de los reclamos de la gente del peublo así como condenaba la vida poco austera de algunos religiosos. Ahora, a la persecución de los rebeldes, se sumaba la de las brujas. Y aunque el papa afirmaba la existencia de tales seres, él dudaba. Era consciente de que bastaba una denuncia que, por otra parte, podía ser formulada por cualquiera, para que el acusado o la acusada de brujería fuera torturado hasta lograr la «confesión» de sus crímenes. Con tal de liberarse del dolor --razonaba el sacerdote-- muchas personas inocentes terminaban por declararse brujos o autores de los actos más horribles y absurdos. Luego, eran condenados a muerte. Corrían tiempos oscuros en los que resultaba muy difícil vislumbrar la verdad y saber de qué lado estaba el bien. Todos estos pensamientos que daban vueltas en su cabeza hacían que el padre Böhm se sintiera verdaderamente preocupado.

 Henrich Krames y Jakob Sprenger, los inquisidores del papa, llegarían de un momento a otro a la parroquia para investigarla. Por lo tanto, para recibir denuncias sobre actos de brujería, se había visto obligado a colocar a la entrada de la Iglesia una caja de triple cerradura que solo podían abrir los enviados papales. Confiaba, sin embargo, en que sus feligreses mantuvieran la cordura y no formularan acusación alguna. Así, deseaba, los inquisidores se marcharían rápidamente de Prossneck para ir a cazar brujas a otra parte.

 Claro que lo atormenta. Cada noche se le aparece en sueños. Sentada al borde del lecho, Eloísa lo mira. Y él puede oler ese aroma a manzanas que se desprende de su piel. Pero cuando estira la mano para tocarla, para acariciarla, desaparece. Y unos segundos después, está nuevamente allí. Sentada al borde del lecho, provocándolo, incitándolo con el perfume a manzanas recién cosechadas. Cuando, por fin, Matías Berger despierta, no puede pensar sino en ella. Eloísa lo ha embrujado. Entonces,corre y la espía a través del cerco que divide las propiedades. La muchacha se afana con los animales. Ordeña las vacas. Recoge los huevos de las gallinas. Alimenta a los conejos. No repara en Matías que no existe para ella. El muchacho ha intentado acercarse pero Eloísa parece no tener tiempo para el amor. Vive sola con la abuela y trabaja, siempre trabaja. Sin embargo, esta mañana algo distinto sucede. Esta mañana Matías lave --cosa rara-- abandonar sus tareas y encaminarse hacia el bosque. ¿Qué irá a hacer allí?, se pregunta. Decide seguirla. La muchacha camina deprisa y él va tras su pasos. Ocultándose cuidadosamente. Ella se detiene junta a un álamo frondoso. De pronto, como de la nada, un hombre muy alto y delgado, con una leve cojera en la pierna izquierda, aparece tras sus espaldas y la abraza por sorpresa. Matías contiene un grito. Va a lanzarse en auxilio de Eloísa cuando la ve gritar y sonreír al desconocido. ¡Entonces, ella lo esperaba! El muchacho observa atentamente al recién llegado. Viste de negro de pies a cabeza. Tiene la nariz ganchuda y la barba en punta. Es un extranjero y, sin embargo, algo en sus rasgos le resulta familiar a Matías. En alguna parte ha visto ese rostro. Pero ¿Dónde? Ahora ve cómo Eloísa saca algo que llevaba escondido debajo su falda y lo entrega al desconocido. ¿Qué es?, se pregunta muerto de curiosidad y de celos. Como si quisiera responderle, el otro despliega un estandarte negro con una imagen bordada. En ella, a Matías le parece reconocer la forma de un zapato campesino. El desconocido habla y Eloísa se bebe sus palabras. De pronto, él hunde su nariz curva en la larga y perfumada cabellera de la chica. El muchacho casi no puede respirar. El dolor es una serpiente que se revuelve en su pecho. Siente la boca amarga, como si hubiera bebido veneno. ¿Quién es el hombre que viene a robarle a Eloísa? Esa barba afilada, esa nariz curva... Matías ha visto esos rasgos. Pero ¿Dónde, ¿dónde? De pronto, como un rayo, una imagen se ilumina en su cabeza. ¡Los ha visto en un libro, en un grabado! ¡Ése es lucifer! ¡Es el diablo! ¡Y el negro estandarte que la muchacha le ha dado es la ofrenda, el tributo con que paga sus favores! Ahora mismo ve cómo el maligno estrecha a Eloísa en un largo abrazo. Entonces, horrorizado, Matías comprende por qué él no puede quitársela de la cabeza. Por qué lo atormenta noche y día. Ella se ha entregado al demonio. Ha pactado. ¡Ella es una bruja!

Amores que matan- Historias de amor y terrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora