CAPÍTULO 3 - DE BEHELIT Y KUMARBI

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Desde el día que Elohim adoptó a Behelit, lo acogió como si fuese su propio hijo. Él intuía que el sino de la tragedia perseguiría al abatido muchacho a donde quiera que fuese, porque la ruina de Bel era también la maldición de su linaje, y ningún miembro de su familia podía evitar esta ominosa realidad. De este modo se tejió el trágico hado de Behelit.

Con el propósito de evitar que la maldición ejerciese su insidiosa manifestación, el Rey decidió mantener a su hijo adoptivo lo más cerca posible de su influencia. Porque es bien sabido que esta clase de anatemas nubla el juicio de su portador, impidiéndole ver las cosas en todo su espectro, como si a sus ojos llegara una versión editada de la realidad, donde destacan intencionadamente, o mejor dicho malintencionadamente, los aspectos negativos.

Fue el Rey Supremo en persona quien se encargó de la educación del joven. Con los años esta guía oportuna siempre estuvo cerca para orientarlo, sobre todo a la hora de hacer frente al aislamiento cotidiano al que era sometido. Como siempre, se trataba de adultos necios que traspasaban sus miedos infundados a sus hijos. Este fue uno de los motivos que hizo de Behelit una persona solitaria, pero también es necesario decir que siempre se trató de un alma triste, un ser de naturaleza melancólica e introspectiva, destinado a lidiar con el dolor y la tragedia.

Con el tiempo aquel muchacho que pasaba los días recorriendo el valle en soledad, buscando esos lugares que pocos conocen o cuya belleza pocos saben apreciar, producto, casi siempre, de la cotidianeidad; se fue acostumbrando a vivir en silencio y a escuchar su voz interior en medio de los sonidos de la naturaleza. Se volvió observador, contemplativo e indiscutiblemente sabio. La influencia de Elohim se encontraba marcada a fuego en su carácter, todo en su vida se hallaba en orden y aunque sentía que cada cosa estaba exactamente en la posición que debía estar, no podía evitar sentir que algo le faltaba. Todo cambió el día que conoció a la bella Doncella kumarbi.

Kumarbi era una joven hermosa, hija de Alalu y Aruru, quienes pertenecían a la Casa de la Memoria. También era sobrina de Astaroth y sus ojos eran la fiel prueba de aquello, pero a diferencia de su tía que siempre destacó por su excelso cabello negro, Kumarbi brillaba con luz propia luciendo su larga cabellera pelirroja. La Reina la amaba como una madre a una hija, y esta no escatimaba en muestras de cariño hacia su madrina. A menudo el pequeño Behelit veía a la inquieta niña correteando por los pasillos de la estancia real, pero esto cambió drásticamente tras la muerte de Astaroth. Él siempre recordaría aquel triste día, no solo por la pena, que ciertamente fue enorme en su corazón, sino por la tristeza de Kumarbi, expresada a través de un llanto incontenible. Desde entonces pasaría demasiado tiempo antes que volvieran a encontrarse.

El joven Behelit era un muchacho solitario que rara vez se dejaba ver por las muchedumbres. La Doncella Kumarbi irradiaba jubilo y siempre era el centro de atención en cada una de las reuniones. Él era callado, de semblante adusto y parecía convivir con un aura lóbrega a su alrededor; un alma triste que vagaba en soledad por el mundo. Ella era sumamente expresiva, amaba cantar y cada vez que sonreía iluminaba todo a su alrededor. Un alma libre que a pesar de vivir acompañada de multitudes, se sentía sola en el inmenso mundo.

Una cálida tarde de primavera, después de las agotadoras lecciones de Elohim, el joven Behelit se dirigió hasta la Laguna del Crepúsculo montado en su Lamassus, uno de los carruajes propios de los Dioses en aquellos días, porque los Mu solo estaban reservados para la guerra. Estos fantásticos carruajes eran como toros alados con cabezas humanas, sus dientes eran como de leones, sus cuerpos como impenetrables corazas de hierro y el estruendo de sus alas, como el ruido de carros que con muchos caballos corren a la batalla.

Hace años que Behelit había descubierto aquel sitio ubicado al oeste, en las afueras del Valle de Abiathar, en medio de un antiquísimo bosque de cerezos. Lo llamaban la Laguna del Crepúsculo porque en aquel lugar, el ocaso pintaba el idílico paisaje con sus tonalidades de fuego y oro, y el cielo vestía adornos de rosa, vainilla y azafrán sobre su reluciente vestido azul. Se dice que aquí cada atardecer era como elevarse al paraíso montado en nubes de múltiples colores. Sin duda la primavera y los coquetos pétalos de los florecientes cerezos danzando al son del viento, le daban a este magnífico cuadro un aspecto casi irreal que evocaba en el muchacho las ganas de perderse en un dulce sueño.

Memorias de AgdaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora