Durante largos años Baal recorrió las vastas regiones de Agda. Despojado de esa prisión de ansiedad a la que llamamos cuerpo, su conciencia era capaz de atravesar las barreras del espacio tiempo y viajar a donde desease su voluntad. Así se deleitó en las elevadas cumbres de las montañas, allá donde el aire es escaso y cada exhalación es un paso más cerca hacia la inevitable muerte. Indagó en los insondables abismos del océano, donde la oscuridad impenetrable oculta a Rahab, el Espíritu Primordial de las profundidades del mar y que según proclaman los agoreros, ha de levantarse antes del fin de los tiempos. Descendió hasta las entrañas de la tierra, donde sus manos maternales forjan gemas preciosas que jamás ojo alguno tendrá el privilegio de ver. Hasta llegar a los fuegos eternos en el corazón de Agda, los cuales con su energía primordial ponen en movimiento y dan vida a todas las cosas. Esta inconmensurable fuerza ha sido el arquitecto del mundo desde el principio de los días, aunque hoy nos resulte imposible percibirla, pues nuestra percepción se ajusta a un tiempo limitado en comparación al exquisito movimiento de los grandes astros que pueblan el universo.
En este infierno ardiente se refugió Baal. El calor de Agda le indujo una placentera calma, como una madre que cobija a su hijo, lo que despertó en él sensaciones olvidas pertenecientes a una vida pasada. Con el alma en paz y sus deseos cada vez más cerca de cumplirse, se sumergió en un infinito sueño. La energía primordial del mundo se transformó en su alimento y así permaneció a lo largo de las edades, dormido, pero a la vez nutriéndose de la fuerza vital del planeta.
Hasta que una señal apareció en el cielo, una Estrella que atravesó la oscura profundidad del espacio siguiendo su irrevocable Destino, escrito en los arcaicos días cuando la región de Ea no era más que una estancia vacía. Su encantadora luz escarlata apareció débil al comienzo, pero pronto reveló su verdadero propósito y el inexorable camino ungido sobre sí.
Ni siquiera los Dioses pudieron cambiar el Destino de dicha Estrella, y esta cayó ardiendo como una antorcha desde el cielo a la tierra. El impacto causó una gran devastación, el mundo se estremeció como no lo hacía desde los tenebrosos días, cuando los Dioses Celestiales giraban sin Destino, sin orden y sin nombres. Tan grande fue el cataclismo que las islas huyeron, los montes desaparecieron y nuevas montañas y continentes emergieron. Hubo tormentas, truenos y relámpagos, lluvias feroces y mortales granizos. El caos volvió a reinar en el mudo, el trepidar de la tierra se extendió destruyendo todo lo que encontraba a su paso y las aguas se agitaron como si se tratase del mar primigenio, antes que la Voluntad del "Padre de Todo Principio" pusiese en orden las fuerzas primordiales del universo, en esta la realidad última que percibimos. Esta Voluntad sigue presente, "rodea y penetra todas las cosas y contiene sobre sí la totalidad del universo visible y todo lo que denominamos realidad." [1]
Y le fue dada a la Estrella la llave del Pozo del Abismo, y abrió una grieta hasta el corazón de Agda, donde el antiguo mal, llamado Baal el Sabio, yacía dormido. Desde el abismo salió fuego, humo y azufre, como un inequívoco anuncio de ruina y desgracia. Entonces emergió una densa nube de cenizas, trepó hasta el cielo y con la voracidad de una bestia devoró el día, dejando a gran parte del mundo sumido en tinieblas. El clima se volvió inhóspito y malicioso bajo esta impenetrable cortina, sin el amparo de Apsu, la vida no tardó en desfallecer. Abominables plagas se desataron por el mundo, trajeron muerte, corrompieron las aguas y horadaron la tierra. Pronto el desastre amenazó con derribar el equilibrio natural que desde siempre prevaleció en Agda. Por causa de este mal, los Dioses prohibieron acercarse al Pozo del Abismo, lo llamaban las Puertas del Infierno, el lugar donde la muerte infundía terrores tan brutales que ni los más valientes se atrevían a encarar. Por suerte este lugar hoy yace bajo las aguas, en la memoria insondable del mar.
Pero hubo uno que hizo caso omiso de las prohibiciones, su nombre era Asael el de Mirada Aguda, un Abithea perteneciente a la Casa de la Ciencia Astral, dedicada a observar las estrellas y descifrar los secretos eternos que se cumplen en los cielos. Asael tenía la estatura y el noble rostro de los Dioses. Su piel era blanca como la nieve, sus cabellos negros y sus ojos oscuros, profundos y brillantes como el firmamento. De gran sabiduría, vivía en el norte de Agda, en una región desértica que ofrecía un inmutable cielo límpido noche y día.
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Memorias de Agda
FantasyHubo un tiempo en el que las cosas no tenían nombre, un pasado distante y hostil donde ningún Destino había sido sellado. La vida era escasa en la mayor parte del vasto universo y nada, salvo el Primordial Apsu, moraba en la lejana Región de Ea. En...