Advertencia

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Cuando desperté, el mundo seguía donde siempre, y yo estaba en él. Más magullado y dolorido, pero respiraba. Frente a mí, los monstruos de colorines del mural de la plaza parecían una broma. Más cerca, los ojos de Noa, mi amiga de las coletas y el patinete, que me miraban.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó.

Se me había secado un poco la herida de la cara, me dolía el estómago, la espalda. Me levanté. No tenía nada roto.

—Me he caído del banco —dije.

—Tienes sangre.

—Estoy bien.

—¿No te duele?

—Un poco.

—Tienes que ir al médico —dijo—. Te pondrá un líquido marrón y una tirita.

Creo que sabía de qué hablaba.

En ese momento la madre, que estaba distraída hablando por teléfono, me vio y se llevó un buen susto. Agarró de la mano a su hija y la alejó de mí sin despegar la oreja del aparato.

—Adiós —se despidió Noa, agitando la mano.

Conseguí llegar hasta la fuente y lavarme la cara. Me dolía mucho la mejilla derecha. Tenía la ropa hecha un asco. Sucia y llena de sangre.

Entonces me di cuenta de que mi mochila no estaba. No había nada en el banco. Ni tampoco debajo, ni más allá, ni en ninguna parte.

Aquellos desgraciados se habían vengado de mí.

Creo que solté varias de las palabrotas más gordas que me sé, y traté de lanzar una patada contra la fuente, pero me dolió demasiado como para repetir. También me eché a llorar; solo un minuto. Nadie lo notó. Ben se cabreaba si me veía llorar. Decía que los problemas no se lloran: se resuelven.

Me alivió encontrar las llaves dentro de mis calzoncillos. Ben seguía teniendo razón: era un buen escondrijo. Revisé mis bolsillos, por si me quedaba alguna moneda. Solo encontré las fotos de carné, metidas en el sobre de cartulina gris, y una bolsita de plástico transparente llena de un polvo blanco, que no había visto nunca. Sobre la bolsa alguien había escrito con rotulador rojo: «Primer aviso».

Me costó casi una hora aceptar que solo podía hacer una cosa. No me quedaba más remedio. Bebí un buen trago de agua de la fuente. Abrí la bolsita blanca (era cocaína) y eché el polvillo blanco por el desagüe. Me despedí de los monstruos del mural y de la chimenea solitaria, pero no para siempre. Luego me puse en camino hacia el barrio donde nací.

Querido Pedri:

Hoy ha pasado una cosa horrible.

Mis padres tienen una estrategia de control minuciosamente planificada: no decir a qué hora piensan volver para que yo no pueda organizar ningún plan de fuga. Mi padre suele venir a comer, pero nunca dice a qué hora. Cuando salen, no dicen si tardarán tres horas o media. Sin embargo, hoy se han despistado. Mi madre ha dicho que almorzaba fuera y mi padre ha dicho que tenía una reunión a la una y que llegaría un poco tarde. Eso significaba que de diez a dos, como mínimo, tenía cuatro maravillosas horas de libertad en que nadie podía controlarme.

Antes de salir, mi madre me ha preguntado qué pensaba hacer hoy. Me ha hecho repetirlo tres veces, para asegurarse. Le he dicho que igual más tarde me iba al gimnasio y que el resto del tiempo vería alguna serie en la tele. Ojalá no estuviéramos en verano; durante el curso todo sería más fácil. A mi madre mis respuestas le han parecido bien y me ha dejado tranquilo.

En cuanto ha cerrado la puerta, he comenzado a arreglarme para venir a verte. A las diez y veinte ya estaba en el metro. Con la bolsa del gimnasio, para disimular, y muy nervioso. Dos transbordos, hasta Fontana. Llevaba todo apuntado. Calle del Profeta, 20. Me moría de ganas de estar ahí.

Mientras subía por las escaleras mecánicas de la estación, me ha entrado una llamada de mi padre. No he contestado. Cuando voy al gimnasio nunca contesto, porque tengo el móvil en la taquilla. «Luego le diré que estaba en la piscina», he pensado, mientras me guardaba el teléfono en el bolsillo. Entonces he visto a mi padre, de pie al otro lado de las puertas automáticas de la estación, con el teléfono en la mano y cara de estar muy cabreado.

He comprendido en el acto lo que ha ocurrido: pueden rastrear mi móvil. Saben dónde estoy en cualquier momento. Son peores que la policía.

Nada más verme mi padre me ha dicho: «Que sea la última vez que intentas mentirnos».

Hemos vuelto juntos a casa. Me sentía como un idiota, con la bolsa de deporte a cuestas. Al llegar me he encerré en mi cuarto, pero la he oído llamar por teléfono. Hablaba con su jefe acerca de las vacaciones. Le pedía un favor, con voz lastimera, como si fuera muy grave o muy necesario. El jefe se lo ha concedido, claro. Mi padre lleva treinta años trabajando en la misma empresa. Nunca le niegan nada.

Cuando mi madre ha llegado a casa, el le ha dado la noticia, con tono de alivio, como un heroe que acaba de salvar al mundo de un desastre nuclear: «Me he cambiado las vacaciones. A partir de mañana, me quedaré en casa. Así podré estar con Ferran».

𝐕𝐄𝐑𝐃𝐀𝐃 [Fᴇᴅʀɪ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora