Caminé todo el día. No podía ir muy deprisa, porque me dolía todo. Tampoco podía tomar el metro, porque no tenía ni un céntimo. Además, no tenía prisa por llegar. Paré varias veces. Bebí agua de muchas fuentes. No comí nada. Pensé muchas veces que no llegaría. La gente se me quedaba mirando. Debía de parecer un zombi recién salido de la tumba. Pero no me rendí, ni les hice caso. Lo importante siempre es continuar, aunque parezca imposible, hasta el final.
Llegué al barrio cuando comenzaba a anochecer. «Mucho mejor —me dije—, así llamaré menos la atención». No quería que nadie me reconociera, ni encontrarme con nadie, ni hablar con nadie. Me habría gustado ser invisible.
Cuando atravesé el río, pensé: «Ya no hay vuelta atrás». Cuando vi desde lejos la explanada de los aviones, me dije: «Aquí fue». Los lugares convocan recuerdos sin que tú puedas hacer nada por evitarlo. Yo odio todos los recuerdos que tienen que ver con este lugar. Me habría gustado que también ellos fueran invisibles.
Llegué a la barriada de Las Palmeras. Es un grupo de casitas bajas, que no parecen de mi barrio. Detrás de las cortinas que se vislumbran a través de las ventanas, vive gente normal. Ben y yo vivíamos allí. Una vez Ben me compró una bicicleta, que yo dejaba en la entrada, hasta que alguien me la robó. Nunca estas calles fueron mejores que sobre mi bicicleta nueva.
Desde lejos, vi luz en nuestra casa. El único lugar que alguna vez consideré mi hogar. Me pareció que había cortinas rosas en las ventanas. Me pregunté quién viviría ahora allí. Aparté estos pensamientos a propósito. La nostalgia no sirve para nada, Ben siempre lo decía.
A medida que dejé atrás la carretera y me fui acercando al corazón del barrio, las calles comenzaron a animarse. En la Avenida Once de Septiembre había niños jugando al balón, grupos de mujeres sentadas a la puerta de sus casas, que callaban cuando me veían, coches aparcados junto a la acera con la música a todo volumen y, dentro, dos o tres tíos haciendo sus negocios, señoras que pasaban junto al coche y apretaban el paso. Todo estaba como siempre, como si en aquel lugar el tiempo no hubiera transcurrido. El único diferente era yo. Me sentía como un aviador que acababa de accidentarse en mitad de un desierto, a mil millas de toda civilización.
Cuando entré en el bar de mi tía, casi no me quedaban fuerzas. Estaba dolorido y exhausto. En el bar había bastante gente. Madres jóvenes con sus bebés en un cochecito. Los habituales enfrascados en sus partidas de dominó. Los borrachuzos de siempre acodados en la barra frente a una copa de coñac barato. La tele puesta, y las noticias informando de los fichajes millonarios de los clubes de fútbol.
Mi tía no me vio entrar, pero alguna de las madres jóvenes ahogó un grito al verme, asustada por mi aspecto. Entonces mi tía reparó en mí. Primero no me reconoció. Luego, se llevó las manos a la boca.
—¡Virgen Santísima, Pedro! ¿Qué te ha pasado?
Salió de detrás del mostrador secándose las manos en el delantal a toda prisa y me ofreció una silla. Creo que si no lo hubiera hecho, me habría caído allí mismo. Me trajo un vaso de agua, que me bebí como si llevara semanas sin probarla.
—¡Virgencita, Pedro! ¿De dónde sales, criatura? ¿Qué te pasa?
—Nada, tía. Solo estoy cansado —dije—. ¿Puedo dormir aquí?
No se atrevió a decirme que no.
—Claro, claro…
¿Noté un ligero resquemor en su voz? No estoy seguro.
—Ven por aquí —dijo.
El bar de mi tía está comunicado con su piso a través de una escalera estrecha que queda entre la barra y la entrada de la cocina. Me ayudó a subir sin dejar ni un segundo de invocar a sus santos y a sus vírgenes. Me instaló en la habitación que había sido de mi prima, un lugar cursi donde todo era de color rosa, con un montón de peluches por todas partes (casi todos de color rosa). Mi tía me trajo una pastilla y un vaso de leche. Apartó la colcha (también rosa) y me ayudó a quitarme las zapatillas. Me tumbé sin desvestirme sobre las sábanas. Estaba agotado.
—Descansa, cariño —dijo mi tía, antes de cerrar la puerta—. Mañana tienes que contarme muchas cosas.
«Mañana tienes que contarme muchas cosas» no era precisamente un buen plan, pero estaba tan cansado que me dormí sin pensar en nada. Salvo en Ferran. Ferran siempre ocupaba mis últimos segundos de consciencia. El antesala de los sueños.
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𝐕𝐄𝐑𝐃𝐀𝐃 [Fᴇᴅʀɪ]
FanfictionContinuación de Mentira Absuelto del cargo de asesinato, del que fue injustamente acusado a los 14 años de edad, y una vez probada su inocencia, el ahora joven Pedri sale del Correccional de Menores tras cuatro años de internamiento. Sin embargo, l...