3. El huérfano invisible

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Siempre quiso esconderse, volverse invisible. Un día—o un mes, o un año, eso quiénva a saberlo- descubrió que escribir era una buena forma de transparentarse, de estarsin nunca estar. ¿Por qué tenia que esconderse con todo y sus nueve años? Primero,para disimular su extranjería de niño mimado: si en el recreo estaba escribiendo, enlugar de jugar fútbol o básquetbol o bote pateado, ello al menos le daba a suaislamiento el decoro de la propia elección: estoy solo porque me da la gana, Ensegundo lugar, porque nadie más que él sabía las cosas que pasaban en todas esashojas infestadas de garabatos y tachones, de modo que escribirlas era darse a unavida subterránea donde podía hacer, decir y decidir todo lo que en el mundo de losniños nadie hace, ni dice, ni decide por cuenta propia. Pig no recuerda ni una de esashistorias, pero nunca ha dejado de escribir así, con el ánimo de quien comete unasecreta y mezquina fechoría.Alguna vez pasó al frente a leer una de sus historias, de la mano de una maestra queno le dio otra opción, y así extendió sobre él un manto de impunidad, pues a partir deentonces ya menos sospecharon que el niño que escribía historias en clases y recreosfuera el mismo que desquiciaba la buena marcha del calendario escolar,experimentando con toda suerte de pequeños sabotajes, no siempre de pequeñasconsecuencias. Escribir, hacer trampas: ¿no era la misma cosa? Una y otra labortenían por recompensa un regocijo cínico y silencioso. Como el día que hizo expulsara dos compañeritos, por el incendio en la oficina de la directora. Eran los másosados: a los diez años fumaban escondidos detrás de la ventana, donde no bien sefueron Pig metió el cerillo, entre las dos cortinas que tanto ayudarían a acabar con laoficina. Nadie vio a Pig, tampoco dejar en las mochilas de los dos niños sendas cajasde cerillos, con las lijas gastadas y varios fósforos de menos. Además de la cajetillade Marlboro que terminó de hundirlos. Pig no pensaba entonces en la palabra«ficción», y acaso ni siquiera la comprendía, pero la practicaba con una insistenciaque el prefecto no habría dudado en tachar de malsana. (Sabía que los adultos, apartir de ciertos estímulos, podían transformarse en bestias desquiciadas.) Paracuando expulsaron a los falsos incendiarios, las maestras habían hurgado en cadapupitre y en cada mochila, pero no hubo una sola que pensara en espulgar loscuadernos de Pig, donde el narrador hablaba de esa y otras fechorías, con detallebastante para enviarlo fuera de la escuela, y quizás dentro del reformatorio.No era eso, no obstante, lo que más temía Pig que alguien pudiera descubrir en suscuadernos, sino algo mucho menos notorio. Algo que, sin causarle tantascalamidades, lo habría sumido en una vergüenza honda y traumática. No habríaquerido nunca escribir sobre ese tema, de suyo incómodo, tiránico, intangible, peroya a los diez años intuía que nadie nunca escribe lo que quiere. Que, al igual que latrama impredecible de las fechorías, la escritura acontece ante los ojos de quien ladibuja, revelando deseos más o menos extraoficiales, como la fantasía de besarteatralmente a otra niña de diez años, para envidia de un público de atónitos adultos.El amor: qué cosa tan prohibida. No jugaba con los demás porque nadie entre losdemás quería jugar con él, pero escribía cosas de amor (canciones, versos, cuentos,infracciones al código casi tan bochornosas como lo habría sido jugar a las muñecas)  porque al amor no había forma de tocarlo sino así: escribiendo sobre él, encerrándoseen soliloquios impensables en una escuela primaria para varones, donde todas lasniñas son oficialmente detestadas, como no sea para fantasear con dealearks la pepitaY enchufárselas.Pig escribía con una angustiante sensación de insuficiencia, sobre todo cuando lohacia desde el desamor. Por más que se esforzaba en replicar los trucos de laingeniosa Scherezada, sus historias no conseguían sofocar la gritería obvia delprimitivismo. Así, cada escrito de amor estaba condenado a reproducir clichés decanciones de amor, casi siempre infumablemente melosos. ¿En qué clase de infiernose habría convertido su ya de por sí horrenda escuela si alguno entre todos esosextraños hubiese conseguido asomarse a sus cartas de amor? Pig se pensaba incapazde concebir pensamientos impunes: todo lo que se le ocurría, o casi, era mal visto porMamita, o las muchachas, o la maestra, o los compañeros. Pig escribía historias y enellas anotaba todo lo que ante nadie podía decir. Para los otros, su cuaderno era elsímbolo de la soledad y el tedio; para él, era como cargar dinamita en la mochila.Otros hacían equipos, disputaban trofeos, se colgaban medallas. Pig hacia eso y más,pero siempre dentro de esas historias cojas, deformes o patizambas donde losprincipios parecían finales, y los finales casi nunca llegaban. De manera que cadahistoria era un fracaso asegurado, pero en tanto duraba—esto es, a lo ancho de lashoras, días o semanas que le bailaba en la cabeza- era más divertida que todos lostrofeos concebibles. Era como robar, sólo que sin testigos, ni castigos, ni limites. Eraser cada día un embustero artificioso, y a veces hasta un asesino sin cadáver nicuerpo del delito, cuyas únicas huellas resultaban apenas menos que ilegibles: hojasy hojas de una caligrafía tan pudibunda que se empeñaba en no decir lo que decía.Escribir para nadie y para nada: fue así como aprendió a hacerse invisible.Hay un desprendimiento liberador en el acto de romper las hojas que uno ha escrito,acaso por haber notado en ellas la desnudez obscena de un par de sentimientos.Existe una soberbia mojigata remojada en pudores melancólicos detrás de lasospecha de que cuanto escribimos hace pocas semanas nos hace ver como unoscursis infumables: pornógrafos del sentimiento. Y la idea es en tal medidainsoportable que esa sola vergüenza engendra cualquier día al narrador despiadado,súbitamente experto en demoliciones. Al llegar a esa etapa, ya con los pies bienpuestos en una adolescencia trémula y rabiosa, Pig descubrió que le quedaba unmundo por demoler, y se dio a la tarea con el celo propio de un sepulturero de lapropia vergüenza. O mejor todavía, de sí mismo.No quería hacerse una carrera de escritor, ni algún día dictar conferencias. No queríaotra cosa que acelerar en un contrasentido furioso y estridente, mientras iba a laescuela como cualquiera y planeaba estudiar una carrera útil. Pero había algoadentro. Un virus, un circuito interrumpido, una rara incompatibilidad con todo loevidentemente útil, que le llevaba a boicotear cualquier iniciativa en esa dirección,aún con mayor energía y eficiencia de las que empleaba en demoler sus escritos.A los dieciséis descubrió el Detector de Faulkner, y a partir de ese punto se empleó afondo en desarrollar su mecanismo, hasta un día privilegiarlo por sobre el raciocinioy la imaginación. El talento y el genio, si existían, tenían que gobernar las agujasbrinconas del Detector de FauIkner, fuente de toda inspiración legitima. Lo habíadicho el mismo William Faulkner durante una entrevista: para escribir, es precisoposeer un detector de mierda, innato y aprueba de golpes. Pig no sabía si su detectorera innato, pero se había encargado de endurecerlo hasta alcanzar con él un éxito dudoso: el de no estar jamás dentro de esas historias que seguía despedazando sinpiedad ni propósito. 0 tal vez con el solo propósito de llegar a ser lo suficientementeduro para escribir alguna cosa de la que luego no se avergonzara hasta los huesos. Yano una historia larga, ni corta, ni en episodios, sino cualquier escrito que lepermitiera el lujo de medirse en una cancha reglamentaria -periódicos, revistas, loque fuera---. Una reseña, una opinión, una idea preferentemente demoledora, de esasque se conciben para ahorrarse el engorro de tomar prisioneros. Todavía no habíapublicado una palabra -tenía dieciocho años, representaba quince, quién iba atomarlo en serio- cuando ya sabía lo importante: no iba a dejar un solo títere concabeza. Pasaría a cuchillo todo aquello que reseñara, desde el principio se haría famade implacable.No es difícil ser implacable cuando se ha crecido entre toda suerte de mimos ylicencias. Pues con frecuencia el gusto del mimado consiste en rechazar susprivilegios: tirar cuanto recibe por la borda. Entre mejor le parecía alguna línea, másle satisfacía tachonarla. Pig no se daba cuenta, pero estaba avanzando hacia elextremo equivocado del lápiz, al punto de encontrar mayor placer borrando queescribiendo. Más que un método de trabajo -escribir no era todavía propiamente untrabajo- tres años de perder el tiempo en la Universidad le dieron todas lasfacilidades para demoler, barrer, borrar la historia entera de la literatura, Faulknerincluido. Una vez atascado su mecanismo, el Detector de Faulkner se convertía en unpatíbulo portátil. Pig no subía a los hombros de los gigantes para ver más lejos, sinopara intentar dinamitarlos: la clase de actitud pedante y pendenciera que distingue alos implacables de los obedientes. Sólo que Pig, a diferencia de tantos y tantosimplacables, no quería ser notorio. Había un contrasentido sarcástico entre suvocación de anacoreta y el nombre de su carrera: Licenciado en Comunicación. ¿Quécomunica quien disfruta escribiendo con la goma, como no sea una oscura vocaciónde incomunicador? ¿No era cierto que en el origen mismo de su misión demoledorase agazapaba, dormida aunque triunfante, la vergüenza? Si el Detector & Faulknerfuncionara como debe, razonó Pig un día, tendría que llevarse a la vergüenza: esamierda mayúscula.No puede recordar en qué momento se hizo alérgico al ridículo. En todo caso a lavergüenza la recuerda desde siempre. Antes, mucho antes de tener que inventar quesus padres vivían en Europa. Años antes, incluso, de convertirse en huérfano, cuandoMamita no era más que su abuela y no había ni escuela y el mundo era Mamá y Papáy las muchachas. Recuerda a la vergüenza como una picazón en el semblante, uncalor desmedido que con toda seguridad le deformaba por completo la simpatía cadavez que una vieja gorda y halitosa venía a preguntarle: « ¿Me regalas tus ojos?». Olas mañanas largas con Mamá o con Mamita en el salón de belleza: se escondía en unrincón, debajo de una mesa, donde nadie lo viera. Especialmente si traía pantalonescortos, que eran los preferidos de Mamita, cuyos hermanos, decía, los habían llevadohasta los quince. ¿Nueve años más de pantalones cortos? Esa sola vergüenzacolmaba la tragedia de ser huérfano.Lo que Pig no sabía a los seis años -recién muertos Papá y Mamá, con Mamita elevadaal rango de madre, pero aún investida como abuela- era que en adelante la manipularía aplacer, y que aquella orfandad le daría privilegios que ni como hijo único habíaconcebido. Excepto uno: la vergüenza de ser huérfano. Estúpida, tal vez. Irracional,también. Pero Pig no podía evitar considerarla una mutilación. ¿Cómo podía ser que aél, que lo tenía todo, le faltaran dos padres en su sitio? No podía pasar, no lo aceptaba, ni siquiera sabiendo que tenía casa grande y chofer uniformado y varias cordilleras dejuguetes a los que casi siempre desdeñaba para jugar a solas con cuatro canicas.¿Qué es lo que te da pena, que tu madre sea una vieja? -lloró Mamita, el día que lallamaron del colegio.Tú no eres mi mamá, me da pena ser hijo de una muerta -disparó Pig esa vez, y lassiguientes, hasta que al fin Mamita consintió en contribuir a la patraña: lo inscribió enuna nueva escuela y respaldó la historia de los padres viajeros-. Mamita tenía unaventaja sobre el resto del mundo: sabía perder, y lo hacía con entusiasmo. Por más quecon alguna regularidad llorara por su causa, no podía evitar mirarlo como el más altoorgullo de su sangre. ¿Cómo entender que luego, años más tarde, nada de aquel orgullo,se esforzara más que por borrarse? ¿No había estudiado en los mejores colegios? ¿Noestrenó una motocicleta a los trece años, y hasta un coche a los quince? ¿No viajabacada verano al campamento de Wisconsin? Pig no podía suponer que si Mamita hablabatanto del pasado era porque no había un futuro al cual mirar. No para ella, por lo menos;si los doctores no se equivocaban, el cáncer se la habría comido en un par de años.Cuando le dieron el diagnóstico que la llenó de angustia por el futuro incierto de suúnico nieto, Mamita estaba cerca de cumplir setenta años; Pig apenas rozaba losdiecinueve. Los dos sabían, cada uno a su modo, que sus trenes corrían en direccionesopuestas, pero sólo Mamita debía de entender que, llegado el momento, sedescarrilarían juntos.

Diablo GuardianDonde viven las historias. Descúbrelo ahora