5. Pasajeros en trance

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La moto, el campamento, el coche: cada uno de esos ingredientes podía por sí mismodarle la popularidad que le faltaba para sacarlo de una vez de su ensimismamiento: unaespecie de enfermedad no declarada de la que ningún mimo parecía sanarlo. Durante loscampamentos vivía intensamente amores imposibles de raíz, pues de antemano se sabíaincapaz de cuando menos pretenderlos: se fijaba en mujeres más grandes, a veces pordiez años de diferencia. Instructoras de windsurf, empleadas de cocina, counselors,gringas al mismo tiempo próximas y distantes que sin duda se habrían carcajeado de susintenciones. Gringas-musas, opuestas en sus pensamientos al modelo de gringa sobradade cuerpo que solía privar entre los compañeros de la escuela. Mas no obstante sucalidad etérea, las musas recibían de vez en vez los mensajes anónimos de quienprefería eludir todas las probables amistades para mejor centrar sus esfuerzos enseguirlas de cerca, siempre desde una sombra segura, aunque febril. Un métodocuriosamente similar al que desarrollaba para escribir: vigilar cada paso de la realidaddesde la protección de la penumbra, resuelto a entretener y luego sepultar cada una desus observaciones. En cuanto a los vehículos, que en otros casos colman de popularidada sus dueños, Pig había usado la moto y el coche no para seducir a sus vecinas, sinopara escapar de todo cuanto le pareciera vecino, y por tanto amenazadoramentepróximo. Se escapaba hasta el Centro en la moto: compraba novelitas pornográficas,polvos de pica-pica, palomones con triple carga de pólvora, todo aquello que luego leserviría para esparcirse a solas, casi siempre a costillas de una realidad a la que habíaviolentado en secreto, presa de cierta turbia excitación. Pero si con la moto sólo decuando en cuando conseguía escapar de la colonia para hacer una de esas travesías -cuando sabía que Mamita no volvería en horas-, el coche le dio toda suerte defacilidades. Antes que transportar a los amigos que no tenía, Pig se lanzó a bucear allídonde Mamita era incapaz de imaginarlo dar un paso sin taparse la nariz. Una vez con elcoche a su disposición, Pig confirmaba su estatura de niño mimado, al tiempo queafirmaba una honda tentación de pervertirse.Hasta los dieciséis prescindió de los cómplices; después fue precisando de ciertascompañías. Le había prometido a Mamita que nunca fumaría mariguana, pero no dijonada sobre los ácidos. En una de sus excursiones por el Centro, había ido a dar altianguis de Tepito, entre cuyos retruécanos fluían la oferta y la demanda de un ancho ypermisivo menú de mercancías subrepticias: música para los oídos de quien, como Pig,temblaba imperceptiblemente al caminar, Pleno de una ansiedad que le saltaba delpecho en ese delicioso bum-bum-bum, señal de que la verdadera vida estaba de regreso.Un miedo que se goza: eso era vida, y lo demás migajas. Cuando a pocos centímetros desu oreja izquierda resonó la palabra «ácido», Pig supo que era hora de probar un miedonuevo.Llegó al día siguiente a la escuela con diez ácidos guardados en la cartera. No queríaviajar solo, ni sabía a quién proponérselo. Intentó un par de insinuaciones al vuelo -«Porcierto, ¿sabías que en el Centro venden ácidos?»-, pero ambas concitaron más susto que entusiasmo. No obstante, en el descanso de las nueve y media se le acercó uno de losasustados: quería saber más. Al diez para las diez, comenzando la clase de natación, Pigya tenía un prospecto real de amigo: el Sapo, un argentino retraído, hijo de refugiadosprestigiosos, que desde Buenos Aires traía la inquietud de probar un caramelo como losdiez que Pig cargaba en la cartera.Estas cosas si las pensás, no las haces, y si las hacés, ¿ya para qué pensás? -repetía elSapo al salir de la alberca, y Pig se detenía a reírse por minutos. En el supuesto, pocoverosímil, de que para ese entonces conservara la capacidad de distinguir instantes deminutos. Pig recuerda las grandes dificultades que pasó para calzarse pantalón, camisa,calcetines y zapatos. Pues cada prenda le exigía una cadena de movimientoscoordinados, que de pronto desmenuzaba y encontraba excesivos. Había toda unacoreografía de miembros y neuronas en el solo acto de ponerse un calcetín, y ello eracausa más que suficiente para seguir desbaratándose a carcajadas. Lejos de prevenir lasmuy probables consecuencias que tan extremas y notorias alegrías podían acarrearledentro de la escuela, Pig salió de los vestidores con la felicidad de un muñeco deventrílocuo -las cejas levantadas, la sonrisa impertérrita, las pupilas ya fijas en cuartocreciente-, seguido de muy cerca por el Sapo, que iba bailando solo.Cuando menos pensaron, ya estaban rodeados: cuatro alumnos de tercero de prepa losdevolvían gentilmente al área de la alberca, invadidos de un súbito celo paternal.Ciertamente, no debían volver al edificio en tamaño estadazo. Pig, además, se habíacalzado la camisa al revés. Pero claro, no estaban entre extraños. Por lo menos al Sapolo conocían bien, y a Pig sin duda ya lo estaban conociendo. Por eso su mejor tarjeta depresentación estuvo en su cartera: poco rato después, los seis se hallaban lejos, al finalde la cancha de fútbol, tras un gran tanque de agua en forma de pirámide donde, sindarse cuenta, Pig se las arregló para hacerse de cinco amigos invaluables, porinconvenientes. Ninguno, sin embargo, había probado unos ácidos como ésos. ¿Deverdad había ido al Centro a comprarlos? Por supuesto que no: aun presa del estado degracia colectivo, Pig tuvo la sagacidad elemental para no develar la ubicación delproveedor.Un primo los consigue -resolvió, triunfante, ya calculando que no sólo tenía nuevosamigos; también iba a tener con qué comprarlos.¿A cuánto? ---disparó uno de ellos, al que pronto conocería como Muecas.Dos mil por cada uno -devolvió Pig, sin titubear. justo el doble de lo que le cobraban enTepito.¿Nos comprarías unos? -le sonrió el Muecas, como queriendo abrir las alas de esacomplicidad tan promisoria. Pig ha olvidado casi todo lo que dijo y oyó en el curso deaquella mañana forzadamente mágica, embustera, y aun así celestial. Pig rememora,más que sus palabras, el placer de soltarlas sin pensar, como sólo se sueltan risas ysollozos. Recuerda la cosquilla satisfecha, la comezón con uñas integradas, la exacta yabsoluta correspondencia entre el deseo y su satisfacción. Y afuera, en esos cablesciegos que iban y venían con el grandilocuente nombre de conversación, afuera de sucuerpo que por algunas horas daba infinitamente más de lo que pedía, flotabanresonancias impresas en sonrisas hechizadas, cada una postrada ante su propioresplandor, estúpida y preciosamente incondicional. Porque la estupidez, descubrió Pigen medio de una revelación química, podía ser también un estado de gracia compartido.La estupidez era una carcajada múltiple irrefrenable; un pretexto a la mano paracomprarse amigos y salir de una vez por todas de la ostra. Había, por supuesto, unavibrante falsedad en todo aquel ritual de iniciación, pero ciertas mentiras dejan de serloapenas son creídas por quien las concibió. Y Pig quería creer, estaba listo para firmar lo que fuera con tal de no perder ciudadanía en esa realidad gozosamente sacada de lamanga. Puesto que aquel montaje de los amigos era una mascarada con apenas algúnsustento químico-biológico. Nada que no pudiera ganar genuina solidez pasado el¿quinto, séptimo ácidos juntos? ¿Cuántas veces tendría que viajar hasta Tepito antes deser reconocido como miembro del gang? En cualquier caso, parecía ya obvio que nadiede esos cinco se iba a bajar del tren antes de entonces. Si las metáforas lisérgicas no leestaban mintiendo, y aun si lo hubieran hecho, la amistad, como tal, no era sino laansiosa prolongación de un mismo entonces.Lejos estaba el Sapo del rigor crítico suicida del Detector de Faulkner, pero el rock lehabía dado, como a tantos, la sensación de ser un tipo culto y mundano: requisitos quelos maestros de literatura muy rara vez cumplían, encorsetados por programasburocráticos y a diario desafiados por adolescentes siempre más modernos que ellos.Crecido en un ambiente pleno de libertades personales, hijo de dos psicólogos que hastaa media merienda citaban a Lacan, o a Fromm, o a Jung, el Sapo había encontrado enBowie, Bauhaus y los Cocteau Twins las fuentes de sabiduría necesarias para mirarse enel espejo como alguien especial. Alguien que no tenía por qué pasar problemas paraestar a la altura de las conversaciones de los grandes, fueran éstos sus padres o susinverosímiles aliados de tercero de prepa, camaradas de vicios tan sociables como elvodka, la música y las finas yerbas. Sobra decir que aquello, para Pig, valía más quetodos sus ácidos juntos: los que aún conservaba, los que había regalado, los que prontotendría que comprar, y eventualmente revender, hasta tornarse presa de una productivaconfusión entre amigos, clientes y lectores.No habían compartido aún el tercer ácido cuando ya el Sapo, el Muecas, el Kilos, elMister y la Sopa escuchaban, más o menos atentos, la voz de Pig leyendo esas historias,generalmente escritas en la noche anterior, con la prisa bastante para eludir a tiempo alDetector de Faulkner y llegar a la escuela con ellas bajo el brazo, desvelado por unaexaltación que también a Mamita le robaba el sueño: por más que su hijo-nieto le decíaque estudiaba, sus calificaciones, comúnmente mediocres, por decir lo menos, delatabanel muy dudoso origen de aquellas trasnochadas febriles y estridentes, con la música atope en su recámara. ¿Era acaso que Pig había reemplazado el Detector de Faulkner porel juicio amigable del Sapo y los demás? Tal vez no exactamente. Por más que el Sapo,el Muecas, el Kilos y el Míster apreciaran sonoramente la huella escrita de susdesvaríos, Pig concentraba todos sus esfuerzos en atrapar los ojos, los oídos, el alma dela Sopa: la primera mujer que descompuso el Detector de Faulkner.Había, según Pig, alguna predestinación en el hecho de que los dos apodos—el de sunuevo amigo, el de su nueva musa- resultasen poquito más que anagramas: el Sapo y laSopa. Con los labios pulposos y los ojos saltones, el apodo del Sapo se explicaba solo.En cambio, el de la Sopa era un secreto por el que Pig no se atrevía a preguntar. Teníaesbeltas las pantorrillas y carnosos los muslos, las caderas más anchas que los hombros,la boca un poco demasiado grande, la mirada discretamente estrábica, el portecabizbajo, la melena castaña casi lacia, la piel blanca, blanquísima. El conjunto, noobstante, atraía como un conjuro la atención de Pig, hasta arrancarle a trozos el sosiego.Tenía un carácter pleno de altibajos, y un gusto desmedido por uno y otro estado deinconsciencia. Depresiva, explosiva, retraída, de risa impredecible y desconciertopronto, la Sopa se llamaba como nadie parecía recordarlo: Nieves. Acurrucado en unatimidez todavía inexpugnable, Pig hubiera querido llamarla por su nombre, pero ellohabría sido tanto como enseñar sus cartas en un juego donde tenía todas las de perder.Con dos años de menos y una tendencia infame al titubeo, la sola idea de enfrentarlacomo a una mujer, y no sólo como a una cómplice amigable, le parecía de por si ridícula. Albergaba, de cualquier forma, una esperanza: la de un día atraparla a medioviaje de ácido y quizás explotar alguna de sus debilidades, que sin duda eran muchas.Había un desafío, un regusto de voluntaria indiferencia por el mundo en el rictuscotidiano de la Sopa, mismo que Pig interpretaba como un signo de subterráneaaristocracia, y que sus compañeras de tercero veían como simple síntoma dedrogadicción. La rehuían, la remedaban, la tenían por piruja viciosa e intratable, y eraesa calidad de apestada social la que Pig apreciaba sobre todas las cosas. Por eso, en susescritos, las heroínas eran siempre reprobables: cada una, copia de la Sopa. 0 de la que,según creía Pig, podía ser la Sopa. Reveladoramente, la interfecta nunca se dio poraludida; lejos de enamorarse de ella, Pig se estaba prendando de su propia creación.Cuando terminó el curso y la Sopa dejó la escuela para estudiar Historia del Arte, sinjamás enterarse de su estatura de musa, Pig debió consolarse perfeccionándola sobre elpapel, con el auxilio de un Detector de Faulkner artificiosamente reconstruido paraajustarse a los antojos de su dueño.Los ácidos no habían sido, finalmente, un negocio. Si al principio los revendía al doblede su precio, bastó con que la Sopa se quejara para que a Pig le diera por regalarlos, nosólo a la quejosa sino a todos ellos, de modo que muy pronto se habituó a estafar aMamita con un menú creciente de coartadas. Libros (que se robaba), cursos (que notomaba), paseos escolares (a los que jamás iba), todo servía para apuntalar unpresupuesto nunca suficiente, pues además de ácidos consumían hongos, poppers,vodka y kilos de música. Seguía sin probar la mariguana, por más que hasta la Sopa leofreciera fumadas, quizás porque consideraba sano preservar por ahí alguna restricción,como quien deja ileso un asidero para luego no terminar de despeñarse. Si sus amigosfumaban a toda hora, él sólo estaba disponible para viajes largos, que por su mismaintensidad, amén del precio, no permitían la diaria reincidencia. Cuando Pig, ya condieciocho años, preguntó al Sapo por qué a esa tal Nieves le decían la Sopa, su respuestalo dejó a un tiempo tieso y adolorido.¿Por qué Sopa? Muy fácil, loco: por espesa y por caliente.¡¿Caliente?! --chilló Pig, disfrazando la indignación de escepticismo.No sé, se la tiraba todo el mundo, hasta yo -soltó la risa el Sapo, con esa mezcla deprepotencia y piedad por sí mismo que suele proteger al inseguro del ridículo abierto.Podía ser mentira, pero bastaba con ponerse en el sitio del más débil - Charlotinexplicablemente afortunado, y al cabo Pierrot con espuelas- para creer en esa y otrasfanfarronadas. Por más que Pig pensaba en atenuantes suficientes para seguir honrandola memoria de la musa desvanecida, las palabras espesa y caliente siguieronretumbándole entre las paredes del cráneo.¿Qué quería decir espesa? ¿Neurótica, viciosa, libertina, hermética, perversa, sufridora,traicionera, masoquista, resentida, vengativa, temible? ¿Había necesariamente algunaconexión entre calentura y espesura? Lo más fácil habría sido justificar una cosa con laotra: la pobrecilla era caliente porque había llevado una vida muy espesa. Pero eso yaera tarde para saberlo, como tarde seguía siendo, año tras año, para bajar a cada musadel altar que en silencio le había levantado, comenzando por ese título patético: musa.¿Desde cuándo los cobardones que hacen pedazos todo lo que escriben necesitan demusas?, se acosaba Pig, recién cumplidos los dieciocho, cuando de aquellos cincoprimeros amigos no le quedaba sino el Sapo, cada día más interesado en las drogas ymenos en sus escritos. Ciertas noches, cuando en vez de dormir o pensar en historias sedaba a revisar su situación (escuchaba el rumor de los rezos de Mamita, como la músicade una sigilosa Olivetti) caía en dudas que ya no deseaba resolver, como la de si no todoeso de escribir y buscar musas terminaba por apartarlo de actividades tan indispensables como exprimir la savia de la vida y perseguir mujeres de verdad. ¿Qué tenía de vida esasobrevivencia gris y cautelosa que se refocilaba en provocar desaguisados en tornosuyo, sin poder ni confiárselo a su amigo, el único? ¿Para qué le servían todas esastrincheras, además de garantizarle un aislamiento a prueba de calor humano? Se cagabaen todo eso, por supuesto. Alardeaba, en compañía del Sapo, del temple duro que loconvertía en un perfecto escéptico. Por más que juntos contemplaran paisajesvariopintos y ciertamente multidimensionales durante tardes, mañanas o noches deinconsciencia, repletas de sonidos que insistían en reclamar sarcófagos, Pig no soltabaprenda: era, a sus propios ojos, un crítico implacable de la realidad. Así, cuandoestudiaba lo hacía fanáticamente, por el gusto de colocar en jaque a sus maestros. Y sise divertía, su expresión conservaba el rictus de insatisfacción, como una plataformaque ya de entrada lo ubicaba por encima de las circunstancias. Para la mayoría de suscompañeros, Pig era un espeso, pero no un caliente. Sólo él tenía claro, como loreafirmaban sus largas y sesudas auditorías de almohada, hasta dónde era vulnerable aesas pasiones vergonzantemente atrabiliarias que tanto se esmeraba menospreciando enpúblico.El día que Mamita volvió del hospital, cargando una sentencia de muerte en forma dediagnóstico, Pig se había encerrado en su recámara con los audífonos puestos: unos JBLcon ínfulas de casco, que conectados a la Nakarnichi no dejaban llegar a su cerebro mássonido que el de una voz cantante, seducida por ciertas plásticas, íntimas estratosferas,más una corte de distorsiones permisivas y orgásmicas: Making love with his ego,Ziggy sucked up into his mind. Fue por eso, tal vez, que Mamita lloró esa tarde a susanchas, libre de sospechar que Pig podía oírla entre pausa y pausa, en la tierra de nadieque separa las canciones de un disco. Tanto y tan bien la oía que terminó cantandodurante cada pausa, con tal de no seguir mirando el fantasma de un llanto para el que nodeseaba comprar boleto. Y más tarde, cuando una oscura huella de remordimiento lehizo indagar entre los papeles de Mamita, la palabra quimioterapia lo llenó de unaangustia que chocaba de frente contra su dureza, y sin más la quebraba como al cristalde una ampolleta. Quimioterapia: Pig se prohibió esa noche la palabra, oficialmentepara no atormentar a Mamita con la sospecha de que sabía lo que sabía, pero en el fondomás interesado -desesperadamente, recuerda- en olvidarlo. Quería y requería vivir en elpresente, desdeñar al futuro, con toda su engreída inminencia, como a una merasuperstición tribal. A medianoche volvió a prender la grabadora, se calzó los audífonos,se mintió: No le va a pasar nada.Una vez más, la nada parecía destino hospitalario para un demoledor de sus propiascertezas. La nada era una prórroga, una tregua, una hipoteca. Y a veces, cuando Pig setercia de risa con el Sapo, ambos a bordo de algún estupefaciente tripulable -los hongosya los intimidaban-, la nada era una tina desbordante de agua tibia, donde Mamitaseguía apareciendo con la merienda: uvas peladas, fruta en rebanaditas, cereal conchocolate, gelatina con las facciones del Pato Donald. Por sobre todo lo visible y loinvisible, la nada era completamente suya: ni siquiera la muerte podría arrebatársela.

Diablo GuardianDonde viven las historias. Descúbrelo ahora