El Señor esté con vosotros... El sepelio es el fin de la primera persona. Una ocasiónpomposa donde unos cuantos ellos despiden a otro yo de su nosotros, a la vez que loenvían a otro ellos, más hondo e insondable. Ellos: los que no están, ni van a estar. Losque, si un día estuvieran, nos harían correr despavoridos. ¿o no es así, despavoridoscomo dicen que corren los que huyen de los muertos? Lo más fácil, e incluso lo máslógico, sería que enterrásemos a nuestros difuntos en el jardín de la que fue su casa.Pero entonces ya nadie se sentiría en su casa, ni en su mundo, sino sólo en el de ellos.-los temibles difuntos-, a quienes conducimos al panteón para poner entre ellos ynosotros no sólo tierra, sino de preferencia un mundo de por medio. Por más queañoremos a nuestros muertos, no queremos estar ni un instante en su mundo. Ni respirarsu aire, ni mirar su paisaje.Desde la cripta de la familia Macotela, camuflado por el olvido de los vivos, Pig divideel paisaje de tumbas sobre tumbas sobre tumbas en dos: a izquierda y a derecha de lamole blanca: una grandilocuente cripta en condominio a cuyo borde abre las alas unagran paloma, entre chispas doradas que acusan la presencia de la Tercera Persona de laTrinidad. Son cinco pisos, con nueve bóvedas en cada uno: cuarentaicincodepartamentos, amparados por el titulo impreso entre el cuarto y el quinto piso:"Hijos Predilectos del Espíritu Santo"Ocho criptas vacías: en ninguna cabría entero un muerto, pero sí las cenizas de varios.Cuarentaicinco menos ocho igual a treintaisiete. ¿Cuántas urnas por cripta? Cuatro, talvez. Cuatro por treintaisiete igual a ciento cuarentaiocho. Eso, claro, si las que estánocupadas tienen ya sus cuatro. Potencialmente, la cripta en condominio podría albergarhasta ciento ochenta inquilinos. Pig calcula: un metro de profundidad por diez de ancho.Diez metros cuadrados. Es decir, a dieciocho difuntos por metro cuadrado. La familiaMacotela, en cambio, posee un espacio que Pig estima en cuando menos tres por cuatro:doce metros cuadrados, todos ellos en honor a los cuatro inquilinos que para siempre y asus anchas reposan en el sótano, cada uno con tres metros cuadrados de terreno a sudisposición, en dos cómodas plantas. Por ahí de las cinco de la tarde de un lunes soleadoque se mira sombrío a través de los vidrios opacos de la cripta Macotela, Pig concluyeque una mujer como Violetta jamás toleraría -ni muerta, ni en cenizas- terminar sus díasen ese palomar, soportando además el tácito desdén de los señores Macotela,condenados a contemplar a perpetuidad el paisaje de la miseria encaramada sobre simisma. ¿Quién iba a convencer a Violetta de la predilección de la Tercera Persona delVerbo -quien es pero no es una paloma- por lo que a todas luces era un palomar? ¿Tieneacaso mal gusto el Espíritu Santo?Pig sofoca una risa nerviosa, inoportuna, estúpida. Podría andar por ahí un enterrador,un aguador, un deudo: nadie quiere escuchar risas idiotas saliendo de las criptas. Confrecuencia se ríe de chistes malos, insulsos, como si todo el acto de reírse fuese unasuerte de certificación: Ah, ya entiendo. ¿Qué es lo que Pig entiende, en este caso?Concretamente, que no todos los fans de la Tercera Persona del Verbo tienen acceso asu camerino. Y entonces se le ocurre que Violetta no dudaría en tachar hijos y escribiren su lugar siervos, ni en un rato después volver para tachar siervos y escribir criados.Pero ¿qué no un cristiano de verdad humilde tendría que considerarse criado, antes quesiervo?Cuando los vio venir, Pig llevaba tres horas esperando. Entró poco antes de las dos de latarde, aprovechando el vuelo bajo de un avión para darle el jalón a la llave de cruz, y asíprobar el choque eléctrico del miedo tras el estruendo sordo del pestillo al quebrarse. Sehabían roto las bisagras, además. En todo caso desde afuera no se notaba. La puerta seabría sola, pero Pig la cerró a fuerza de atorarla con la misma oficiosa herramienta.Pasada medianoche, había llamado a la casa de la familia. La madre se quejó, peroapenas le mencionó la palabra «procuraduría», su tono se hizo abruptamente dócil, yhasta obsequioso. Le dio todos los datos: el panteón, la sección, la cripta, la hora delsepelio: cinco de la tarde. Suficiente para estar ahí a tiempo, pero no todavía para no servisto: cosa difícil un lunes por la tarde, cuando las tumbas están casi tan solas como denoche, y las raras visitas son más que notorias. Por eso Pig llegó tres horas antes, y nobien hubo reventado la chapa se tendió sobre los primeros escalones que llevan hacia elsótano, tras los cristales convenientemente oscuros de Chez Macotela: una trincheratétrica que lo obliga a mirar todo el tiempo hacia arriba y hacia afuera. Desde entoncesha dedicado los minutos a contar las cruces en ambos lados del paisaje, a calcular lacantidad de criptas necesarias para enterrar a todos los habitantes de la ciudad, aimaginar los más probables comentarios de Violetta, y entonces cada vez ha vuelto a losnúmeros, como niño perdido a las faldas de su abuela. Cuando uno se ha quedado soloentre los muertos, decidido a fisgar un entierro al que no fue invitado, las matemáticasacuden como legitimas enviadas del Espíritu Santo.Un entierro sin tierra, ni ataúd, ni gusanos; un encierro, más bien. No quería perderselos detalles, ni podía correr el riesgo de que lo vieran. El único peligro inevitable eraque un deudo de los Macotela -muertos hacia treinta, cuarenta años- tuviera la fatalocurrencia de ir a visitarlos en la tarde del lunes. ¿Se es todavía deudo luego de cuatrodécadas del trágico suceso? Con tan escasos momios en su contra, Pig terminó porapreciar el privilegio de los Macotela sobre los Hijos Predilectos del Espíritu Santo.Especialmente luego de verlos venir: dos, cuatro, ocho en total. La familia Rosas, másdos enterradores -o encerradores-, el sacerdote y su ayudante. Un cortejo discreto ybreve.- dos calificativos que igual describen a un sepelio que al ánimo de prontoamedrentado de quienes prefirieron asistir sin otras compañías al evento.No podía escucharlos. Se interponían el cristal y los nueve o diez metros que alejaban almultifamiliar del mausoleo. A cambio, los miraba con una nitidez obscena, y enmomentos dudaba si no lo habían visto. El padre iba cargando la urna, la madre un osode peluche rosa. Atrás, los dos hermanos caminaban con las manos metidas en lasbolsas de las chamarras: Miami Dolphins, Dallas Cowboys.Pig volvía a sentir las ganas de reírse, porque quizás con una carcajada histérica yadolorida lograría vencer los agobios que oprimen a la primera persona del singularcuando lleva tres horas oculta entre los muertos, y acto seguido es invitada a presenciaruna escena que seria insoportable si no fuera, antes que eso, patética. Ya Violetta sehabía cansado de acusarlos: rehenes permanentes de la opinión ajena. Especialmente enese trance, con sus caras de no soy yo el que está aquí con el dolor vestido a tiempo depudor, a su vez disfrazado, aunque jamás a tiempo, de una dignidad meramentedecorativa. Una dignidad rosa mexicano, con los ojos perpetuamente abiertos y elpeluche radiante de los muñecos que jamás llegaron a las manos de un niño. Porque el oso era nuevo, eso seguro. ¿Quién seria, sin embargo, lo suficientemente cínico paraindagar en el peluche del muñeco, cuando ya su presencia invita a quitarse el sombrero,persignarse, pensar, expropiar pesadumbre? (Pero Pig está allí sin estar. Mira losmovimientos y los gestos de los deudos como quien ve a través de un vidrio empañado:percibiendo figuras y colores inconexos, como sueños espesos y enrarecidos, pero derato en rato vuelve a enfocar el oso de peluche. Hasta que ve a la madre dar un pasohacia el hueco en la cripta y acomodar allí el osito, recargado en la urna. Luego la vesacar una caja negra y blanca -¿un casete?- y pasarla lenta, pomposamente al otro ladode la urna.)Toda la ceremonia duró quince minutos. Si Pig hubiese estado filmando aquella escena,probablemente se habría concentrado en el osito, luego una toma lenta sobre lasexpresiones de piedra de los deudos, y al final otra vez el osito, justo antes de que locubriera para siempre la losa:Rosa del Alba Rosas Valdivia (1973 - 1998)«Para siempre»: Pig no estaba dispuesto a permitirlo. Porque Pig ya no piensa más en elosito, ni en la urna, ni en los deudos, como en la sola circunstancia que de un instante aotro le ha jodido el sosiego: ¿Qué hay en ese casete? ¿Las Mañanitas, Las Golondrinas,La Martina, la voz arrepentida de Rosa del Alba Rosas Valdivia? Desde que vio la cajay advirtió que si, es un casete, le ha ido creciendo dentro un temblor que tardó casi nadaen llegar a las manos, las rodillas, la quijada. Un miedo intrépido, por fatalista. El miedode quien sabe que pase lo que pase va a hacer lo que va a hacer: ese osito podráquedarse para siempre sin un niño que lo abrace por las noches, pero Pig no tolera ni laidea de salir del panteón sin esa cinta. ... y con tu espíritu, alcanza a leer Pig en loslabios de los deudos, los mira santiguarse, fisgar hacia los lados y hacia atrás:comprobar con alivio la madre, luego el padre, la ausencia de testigos indeseables (conexcepción del yo que, oculto entre ellos, profana en la penumbra su nosotros).¿Yo? -duda Pig, no bien ha recordado su calidad de fantasma, su papel de testigo, susganas incumplidas de llorar a gritos, y entiende que esta historia no admite más primerapersona que Violetta. Su Violetta.
ESTÁS LEYENDO
Diablo Guardian
RomantizmDiablo Guardián es una historia en la que predomina el lenguaje coloquial, fuera de inhibiciones e incluso puede considerarse vulgar, pero eso es solo un gancho para atrapar al lector; otro es la manera en la que el autor va atrapando la atención po...