Guía inesperado

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­Volví al presente con el aviso de una tormenta. Los niños corrían de un lado a otro para refugiarse de la lluvia, antes de ingresar a la construcción. Por un momento no pude reaccionar, y me quedé observando cómo desaparecían uno a uno en el interior del refugio, hasta que fui conducida por Tara al mismo.

Mi mente volvió a recordar.

El día que fui enviada aquí con Suré, pasamos la mañana en la cabaña de Tara. Desayunamos con ella, nos dio algunas recomendaciones, nos proveyó de algunos víveres y nos dio a cada una contadas prendas blancas con bordados color oro, similares a la que bordaba la primera vez que la vi. Nos dijo que siempre las usáramos, y siempre lo hemos hecho. Acto seguido nos informó de que nos otorgaría un guía que nos llevaría hasta el refugio.

Apenas dijo esto, llamaron a la puerta y Tara se dirigió a abrirla. Entonces, me detuve.

—Este es... —comenzó a decir Tara.

— ¿Ian?

—Ian... —completó ella lentamente, pasando su mirada del uno al otro—. ¿Qué ocurre? —preguntó, después de un breve silencio cargado de palabras.

Yo conocía al chico que estaba parado en el umbral de la puerta, y me había preparado mentalmente para no volver a verlo. Había sido mi mejor amigo en el pasado, aunque yo tenía otros sentimientos hacia él. Sacudí involuntariamente la cabeza, alejando mis pensamientos de mi mente.

— ¿Qué haces aquí? —susurré de repente, más para mí que para él.

—Yo creo que una mejor pregunta sería... ¿qué haces tú aquí? —respondió, cauteloso, enfatizando un poco más el .

—Sí, esa es una excelente pregunta —no podía apartar mis ojos del suelo. No quería mirarlo, y tampoco responder. Además, él tampoco había respondido a mi pregunta.

Tara seguía parada en medio de los dos, observando nuestro casi inexistente intercambio de palabras. Al parecer habíamos ignorado totalmente su interrogante, que aún flotaba en el aire.

Más silencio.

Suré decidió romperlo.

—Así que... ¿él es nuestro guía?

—Ah, sí; Ian va a acompañarlas al corazón del bosque, a las ruinas —luego de decir esto, se dirigió a una mesa y tomó lo que parecía ser un mapa. Se lo entregó a Ian y nos giramos para verlo. Él se quedó observando detenidamente aquél trozo de papel durante al menos un minuto, antes de exclamar:

—De acuerdo, ¿nos vamos?

Después de que Tara nos diera las últimas recomendaciones, partimos. Durante el trayecto no hubo mucha charla por parte de Ian, así que mantuve conversación con Suré. Como era un viaje largo, tuvimos que acampar algunas veces. No mucho después, Tara se unió a nosotros y llegamos juntos a las ruinas.

Dos días después, Ian se marchó. Desde entonces, Tara y yo nos encargamos de los niños que llegan a buscar refugio y protección.

. . .

—¿Pasa algo? —escuché decir a Tara de repente.

—¿Eh? —dije, confundida—. Sí, bien —agregué. Me miró, confundida por mi respuesta, la cual no me había percatado, era incoherente.

—Ella está bien —le dijo Ian— es sólo que algo la hace pensar.

—Eso pasa muy a menudo —finalizó ella.

Pasados unos minutos, mientras los niños jugaban, Ian y yo nos dirigimos a la parte alta de la construcción. Guardamos silencio durante un largo tiempo.

Cuando volví a ver a Ian en la cabaña de Tara, todo aquello que sentí antes por él, y que ya había sepultado en alguna parte de mí, volvió. Todo lo que me provocaba antes del adiós para siempre, regresó a mí. Como si nunca se hubiese ido. Como si estuviera aguardando.

Esa vez, parecía sorprendido de verme; casi tanto como yo lo estaba por verlo a él. Quizá más. No lo sé. Durante todo el trayecto al refugio no nos dirigimos más que unas pocas -y necesarias- palabras. Pero yo me moría por decirle tanto. Sin embargo, no lo hice. Al momento en que se fue de las ruinas, sentí que lo había vuelto a perder.

Pasó el tiempo, y tara y yo trabamos amistad. Juntas nos ayudábamos para cuidar de los niños, que hasta ahora eran seis: Suré, Maia, Íker, Lía, Unai y Ben. Tara les había acortado el nombre a algunos, como hizo con el mío, y quizá tiempo atrás, con el suyo.

Ahora me llamaban Nissa.

Cuidar de los niños era algo que me gustaba hacer. Solía jugar con ellos y olvidarme de todo lo demás. En ese tiempo, en un día nublado, salí a jugar con ellos, y por un momento me sentí totalmente libre. De pronto, tuve la sensación de alguien observándome.

Giré la cabeza y ahí estaba él. Mirándome. Mi corazón se detuvo, y yo también. 

Entonces, un golpe me hizo reaccionar.

—¡Oye!, ¿estás ahí? —Suré me había dado un golpe para sacarme de mi ensimismamiento.

—Erm, sí... —dije, con cierto desconcierto—. Ahora vuelvo. 

Me alejé de los niños y avancé hacia Ian.

—Hola —dije. Al parecer, se sorprendió de que fuera a hablarle.

—Hola —dijo.

Tomé asiento a su lado. Pasaron varios minutos antes de que alguno rompiera el silencio.

Entre ruinas y secretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora