VII

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Después del duro golpe contra el suelo, sigo lo suficientemente consciente como para oír las risas de las tres chicas y los elogios de dos de ellas hacia la que me ha agredido. Me siento mareada y confusa. Sigo sin comprender a qué ha venido todo esto. 

  ¿Quién es ÉL? ¿Por qué no puedo acercarme? Son las principales preguntas que rondan en mi adolorida cabeza. Sé que de mi brazo brota un río interminable de sangre brillante carmesí, pero soy incapaz de moverme y conseguir detener la hemorragia. Mis ojos están totalmente cerrados. Ruego al cielo por un poco de ayuda. Rezo para que alguien huela la sangre o haya oído mis sollozos estrangulados. Sin embargo, parece que tras varios largos e intensos minutos llenos de dolor y agonía, nadie vendrá a salvarme. 

  Después de numerosos intentos fallidos, consigo extender mi brazo sano hasta mi cabeza; donde palpo y descubro una nueva herida sangrante. Quizás pretendían matarme, puesto que dudo mucho que vaya a sobrevivir. Es decir, seamos realistas: me estoy prácticamente desangrando. Además, no hay que ser doctor para saber que el duro golpe de mi cráneo es un daño bastante importante. Es ahora, cuando comienzo a pensar en mi funeral, si es que llego a tener uno. Imagino al sacerdote contando la triste historia de mi vida y la pobre descripción en mi lápida:

'  'Ares: adolescente, mala mujer y peor cazadora. Murió desangrada en un baño''.

  Una carcajada irónica brota desde el fondo de mi garganta. Creo que es de las maneras más tristes de morir. Y ciertamente, no deseo hacerlo. ¿Cuántas veces he creído próximo mi final en la última semana? Muchas. ¿Cuántas veces se ha cumplido? Ninguna. Exacto, no he muerto después de tanto y no voy a hacerlo con tan poco.

  Con las pocas fuerzas que me quedan y la valentía ardiendo en mi pecho, apoyo ambas manos en el frío suelo de blancas baldosas y elevo mi cuerpo hacia arriba. Cuando una gran ola de dolor recorre mi brazo herido, muerdo mi labio para detener los gemidos de dolor que mi cuerpo ansía soltar. Una vez de pie, avanzo con pasos cortos y cautelosos hasta la salida. Sigo caminando por el gran pasillo hasta la puerta roja que se encuentra doblando la última esquina. Cada paso, cada movimiento y cada pestañeo es una invitación a la inconsciencia eterna, donde podré escapar del intenso dolor que sufro. 

  Son solo cinco pasos los que consigo aguantar hasta tener que apoyarme en las taquillas. Sin embargo, aunque crea que no puedo más, sigo avanzando como la luchadora que un día me prometí ser. Doblo la esquina y visualizo la pequeña puerta roja. Cuando llego a ella, la empujo con más fuerza de la necesaria, consiguiendo que esta choque contra la pared y todas las miradas se desvíen hacia mí.

  Son tres las personas que me miran con ojos preocupados y sorprendidos. Una chica de cabello azul abre la boca y la vuelva a cerrar constantemente mientras me observa sentada en una camilla blanca. Frente a ella, una mujer mayor de pelo canoso y bata blanca ha dejado de examinarla. Por último, el mismo chico que reía a carcajada limpia en la cafetería, me recorre con la mirada preocupada. Todos parecen querer hacer algo, pero ninguno habla o se mueve.

  —Creo que necesito ayuda —digo tan bajo y dificultosamente que dudo que me hayan entendido.

  Sin embargo, lo hacen. La mujer corre hacia mí y, con la ayuda del chico, consigue tumbarme en otra camilla. Ella dicta varias órdenes que no soy capaz de comprender y los otros dos corren por toda la sala trayendo gasas, alcohol y más útiles de enfermería.

 —Ve a llamarlo. ¡Corre! — grita la enfermera y el chico sale corriendo de la habitación.

 —¿Qué le ha pasado? ¿Por qué sangra tanto? —la joven pregunta desesperadamente mientras lágrimas caen por sus mejillas.

Wolf HunterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora