El espejo de la discordia.

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Un manotazo en mi brazo izquierdo, ha provocado que abra los ojos de golpe esta mañana, interrumpiendo prematuramente un delicioso reposo. Seguido de este acto, una mano me toma del hombro y comienza a sacudirme con brutal desespero. Volteo mi cuerpo dolorido, para encontrarme con un hermoso rostro exasperado. Elemiah.

--¡Despierta ya! Es casi medio día.

Lo miro con odio y repudio.

--He traído algo, así que no seas malagradecida, y por favor muéstrame algo de gratitud.

--¿Gratitud? Supongo que estás jugando.

-- Su sarcasmo me parece casi adorable, señorita Eliza.

--¿Y cómo es que sabes mi nombre?

-- Lo he escuchado de la enfermera...

--¿Le has preguntado?

--¡Lo-he-es-cu-cha-do! --repite, casi molesto, enfatizando al final de la oración

--Entonces eres entrometido...

Una risa raspa en su garganta, sonando cual autentico bufido.

El muchacho apoya su maletín sucio en mi cama, luego, hurga dentro de este y me entrega una caja blanca de orillas mallugadas y mugrosas. Sobre esta, le adorna un moñito rosa que yace sobrepuesto y amenaza con caer en cualquier momento.

--Es para ti... ¡Ábrelo! ¿Qué esperas?

Con cuidado, quito la tapa, para encontrarme dentro con un espejito cuatro veces más pequeño que la caja que lo contenía.

--Supongo que no eres muy bueno para calcular tamaños, ¿verdad?

--En realidad, he obtenido esta caja de un cubo de basura en la habitación de una mujer que ha dado a luz esta madrugada. Creo que lo que había dentro era una mantita.

--Tu cinismo me desagrada.

--El otro día te escuche decir, que no recordabas como luces físicamente... --hace una pausa vacilante, luego continúa, utilizando ahora un tono más arrogante, como queriéndome aclarar lo obvio--...así que pensé que podría ayudarte a averiguarlo.

--Gracias... --esbozo una sonrisa difícil, tratando con todo mi esfuerzo de hacerla parecer casi autentica--...pero no recuerdo haberlo dicho en voz alta.

--Entonces supongo que lo he intuido.

Silencio es todo lo que ahora envuelve la habitación, se enreda en las persianas y teje una telaraña obtusa en la esquina del techo, justo al lado de la lámpara que me sirve de sol artificial. Elemiah vuelve a adoptar un semblante serio y tajante. Sus ojos tan intimidantes me miran con incuestionable enfado. Luego, su voz recia rompe los delgadísimos hilos de la calma que el silencioso ambiente se había encargado de tejer entre nosotros.

--¿En serio ibas a hacerlo? ¿Ibas a atiborrarte de pastillas hasta morir? --El joven finge una risa en la que se mezclan desaire y sarcasmo a modo de bomba --Por favor Eliza, te creí más inteligente... o menos estúpida.

Mi visión se humedece y casi inmediatamente, una lágrima comienza a descender, dejando la cristalina y pura evidencia de su paso. Seguida de esta, un pequeño corro en sequito le sigue en orden.

--Ahórrate esas lágrimas, no funcionan conmigo... esos juegos psicológicos que tratas de imponer no tienen ningún efecto en mí.

--Basta --musito --¡basta! No tienes derecho a hablarme así. No sabes lo que he pasado.

--Si sé...

--¿Cómo es que lo sabes? --Exijo con enfadosa voz, casi de un grito --¿Qué es lo que no quieres decirme? ¿Por qué tanto maldito misterio?

--Lo he escuchado en los pasillos.

--Eso no es verdad. ¡Deja de jugar conmigo! Nadie sabe lo que me ha pasado. Nadie sabe lo que tengo, nadie ha podido decirme cuanto tiempo me queda de vida. Así que ya basta... déjame en paz y lárgate.

Elemiah me da la espalda, y sin articular otra palabra sale de la habitación. Lo observo marcharse, colorado de ira. Toma el pomo de la puerta, tira hacía el, y una vez que ha cruzado el umbral, azota la puerta con un golpe que incluso a él podría sobresaltar.

De inmediato, siento un peso muerto oprimir mi pecho. Me duele respirar, tragar saliva y hasta parpadear. El constante "bip" de una máquina encargada de medir mis pulsaciones, alerta a las enfermeras. Gina es la primera en entrar, las pecas en su rostro amenazan con escapar de su piel para buscar vacantes disponibles en el cuerpo de un cachorro dálmata. La mujer del tiempo entra después a la habitación, mirando su reloj y batiendo su cabello en el aire contaminado de dolor y enfermedad que inunda el hospital, que además tiene un insoportable olor a éter.

--Gina, la jeringa. ¡Rápido! -- dice, y yo la escucho con dificultad, tratando de distinguir su voz entre el ruido de zapatos rechinantes y máquinas estridentes que recitan en coro una melodía desentonada y fúnebre.

Las manos torpes de la angustiada enfermera vacilan histéricas antes de lograr acatar las órdenes de la exaltada mujer del tiempo.

"Pobre Gina, espero que algún día me perdone por tantos sustos que se ha llevado por culpa mía esta semana. Solo espero que no le dé un ataque al corazón, o que enferme de diabetes..." pienso, mientras la mujer del tiempo inyecta algún tranquilizante en el suero y mis ojos se cierran de a poco.

Lo siguiente que recuerdo es... es un fondo absolutamente oscuro y una ávida brisa que sacude mi cabello al ritmo de la dulce melodía que recita un pajarillo. Abro mis ojos. Frente a mí se halla un hermoso prado, en el que mi visión distingue al menos cuatro o cinco diferentes colores de bellísimas flores. El panorama me sirve cual deleite. Parpadeo, y la imagen sigue intacta. Parpadeo nuevamente y veo una pareja de jóvenes que no había notado antes. Reposan a la sombra de un árbol en el centro del lugar. Sus rostros despreocupados y gozosos, despiertan en mí una inexplicable sensación de celos que hace arder mi piel. A continuación el cielo comienza a nublarse. Una conspiración celestial amenaza la paz y la quietud de que la disfruta la pareja, comienzan a llover nimias gotas de lluvia, tan claras como la piel de la muchacha. Y entonces emprenden la huida. Van tan rápido como el clima les permite. El orfeón de risas y una que otra carcajada contrastan el estruendoso crujido del cielo antes azul, que ahora se ha pintado del color de los ojos del muchacho, de un gris que no se aprecia del todo triste, muy por el contrario, es un gris casi alegre. Pero los pies de ella se enredan en su falda, larga y sucia de tierra y césped. Cae al suelo, pero alcanza a amortiguar la caída con sus manos de muñeca de porcelana.

--¡Felicia! -- grita el muchacho, alarmado, espantado y nervioso, muy nervioso. Avienta a la tierra la cesta que llevaba en sus manos tan solo unos momentos antes, y corre a socorrer a la joven.

Las risas de ambos se escuchan más fuerte que el intenso fragor del cielo. El joven le ayuda a levantarse, y sin previo aviso, ella le planta un suave beso en los labios. Y siguen su camino sin inmutarse del aguacero, caminando sin prisas, surcando el prado entre amenas charlas y dulces besos. Comienzo a seguirlos, hasta que vuelvo a apreciar la misma oscuridad que me cegaba al principio.

--¿Eliza? ¿Estas mejor? --La voz de la acongojada Gina comienza a escucharse muy en el fondo de la tormentosa oscuridad a la que ahora temo.

Y abro los ojos para encontrarme nuevamente en la habitación del hospital del que planeo escapar tan pronto mi estado de salud me lo permita, o aunque muera en el intento, evidenciándome como una imbécil, insensata y torpe paciente terminal cuya paciencia se perdió en medio de una fría noche, iluminada por un faro lejano.

--¿Qué le ha pasado a Felicia?

--¿Cómo dices? --Gina bosqueja en su rostro un gesto afligido

--¿Se ha herido?

--Supongo que ha sido un sueño, querida. Por ahora descansa, lo indagaremos más tarde.


Me lo dijo un ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora