Capítulo 2: Extraña amistad.

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He pasado una noche horrible, creo que me muero o me he muerto ya, no lo sé...toso sangre a todas horas, me falta el aire y cuando me he mirado el abdomen parecía un colador de color púrpura y la herida de lo que parecía un balazo era un boquete negruzco.

Me he despertado en mitad de la madrugada y la he visto, era ella, bamboleando su vestido rojo con el viento, enmarcada con el cielo más azul y limpio que nunca he podido ver. Me ha visto y creo que corría hacia mí dando saltitos, como ella era siempre, tan niña y tan mujer a la vez, tan perfecta. Me he acercado y me ha lanzado un beso, después ha salido corriendo en la inmensidad celeste. En ese momento me he despertado con lágrimas en los ojos, sudando y delirando. He tenido que gritar mucho en sueños pues el chico, que dice que yo he matado judíos, ha venido para ver si había muerto ya, más quisiera yo haberlo hecho. Después de haberme dicho imbécil se ha marchado dejándome la amenaza de que como volviera a gritar en sueños y lo despertase me mataría con sus propias manos. Siento la tentación de gritar para que venga, para que termine de una vez con todo pero no lo hago porque estoy seguro de que algo o alguien se lo impedirá.

Me siento fatal, todo se acumula en la cabeza haciendo que casi estalle, y en este cuartucho no tengo nada que me distraiga para dejar de pensar. Desde hace un buen rato oigo chillidos agudos debajo de mi catre, donde hay algunas ratas corriendo. Aunque no me asustan no me arriesgo a bajar los pies por si me muerden los tobillos.

El tiempo pasa despacio y a la vez rápido para un alma torturada como la mía, a veces estoy tan despierto que creo que nunca más podría dormir y otras veces mis días se deslizan como en una nube borrosa, detrás de un velo asfixiante. No sé si llevo aquí un par de días o un par de años, no podría diferenciarlo. A veces me desmayo debido a un ataque de tos y despierto en mitad de la noche silenciosa oyendo solo los grititos de las ratas, los gemidos del somier y mi propia respiración agitada.

–¡Despierta!–oigo entre sueños, alguien me zarandea. Me vuelve a gritar y me da un bofetón.

Es ese chico alto, el que dice que yo mato judíos, ya no sé si lo que dijo es verdad o no, mis recuerdos son confusos. Supongo que es cierto.

–¡Quéee!–le grito mientras empiezo a distinguir siluetas en la habitación. Un hombre de unos sesenta años, muy colorado y con el pelo blanco me observa y apunta en una libreta. Lleva una bata blanca sobre unos pantalones negros algo arrugados.

Me da un escalofrió y comienzo a tiritar, los dientes me rechinan.

–Eh, tu, chucho, ha venido a verte el doctor Puldwinsky.

El doctor me hace una revisión, intentando evitar mi mirada. Oye los latidos de mi corazón y me revisa la herida del costado, últimamente me ha estado escociendo mucho.

–Creo que está infectada, tendréis que ponerle vendas, cambiárselas cada dos horas y echarle estas gotas o se le podría gangrenar. –Le dice a mi ''niñera'' y le entrega un botecito que contiene un líquido verdusco.

El doctor me levanta el camisón y me unta el líquido por la herida con una esponja, está frío y pica mucho. Me vuelve a dar un ataque de tos y el doctor se aparta asqueado. Cuando termino, me coloca un termómetro y murmura con el chico algo sobre mí. Después de unos cuantos minutos me lo quita, marca una cifra tan alta que la cabeza me da vueltas.

–¿Por qué no me matáis directamente en vez de curarme?–Le pregunto al doctor.

–¿No lo sabe todavía?–Su pregunta no va dirigida a mí y eso me molesta.

–No, estaba muy débil y no me he arriesgado a interrogarlo.

Esta charla sobre mí a mis espaldas me esta poniendo de los nervios, si tuviera fuerzas les propinaría un puñetazo a los dos. Si tuviera fuerzas...

En Berlín no hay rosas azules.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora