Capítulo 4: Ardiendo bajo la lluvia.

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Capítulo 4: Ardiendo bajo la lluvia. 

Era una fresca madrugada de mitad de abril de 1943. No había amanecido aún y el sol estaba escondido en alguna otra parte del mundo. Mi padre no estaba en casa, como siempre; prácticamente vivía solo. Sin contar la presencia de Nanna, mi ama de llaves, cocinera, niñera y limpiadora.

Me desperté con el ruidoso tic–tac del reloj de pared que había sobre la cabecera de mi cama y me vestí con ropa de abrigo. A mi alrededor reinaba el desorden absoluto, un lío de ropa tirada por el suelo, lápices de aquí para allá y tantos libros que no dejaban ver ni un atisbo de los muebles de madera. Me prometí a mí mismo recogerlo antes de que lo hiciese la pobre Nanna. Bajé las largas escaleras con los zapatos en la mano para no despertarla, despacio, colocando un pie detrás del otro sobre la alfombra granate. Delante mía se encontraba la gran puerta de entrada, con su cristalera de colores arriba, por esta no entraba nada de luz así que toda la casa estaba en la más tenebrosa oscuridad, pero no tenía miedo. Podría haber recorrido todas las alas de la mansión con los ojos vendados, excepto el desván, al que no había entrado desde la muerte de mi madre. Seguí andando hacia la izquierda, la cocina me esperaba allí, con su gran despensa. Colgadas de las paredes descansaban sartenes de todos los tamaños, desde las grandes que ocupaban un enorme espacio hasta las pequeñas, que parecían sacadas de un cuento. Me pregunté para qué queríamos tantas si casi siempre comíamos solo dos.

Abrí la puerta de la despensa, donde guardábamos todos los alimentos: pan, queso, galletas y demás y metí una gran cantidad de comida en mi bolsa azul marino de tela, pesaba bastante aunque no sería gran problema llevarla. Esta era una de las facetas que nadie conocía de mí. Un par de días a la semana, no podía abusar porque Nanna ya sospechaba de la falta de comida, aunque lo achacaba a que estoy en edad de crecimiento y debo comer mucho, me dirigía a los barrios más pobres para llevarles cualquier cosa que encontraba y que pudiera comerse. Les dejaba una cierta ración de comida en cada puerta. Nunca me habían descubierto a pesar de seguir siempre una misma rutina, nunca me había sorprendido una cara curiosa por entre la rendija de alguna puerta. Supongo que me tendrían como un mito, algo así como Papá Noel.

Me decidí a salir a mi paseo matutino, giré el pomo de la puerta y me encontré con la fría Berlín, todavía durmiendo apaciblemente, sin gente paseando, sin críos corriendo y jugando al pilla–pilla ni rectos soldados desfilando sin doblar las rodillas. Miré de un lado a otro para asegurarme de que la calle estaba completamente vacía, pero efectivamente no había ni un alma, tan solo las grandes mansiones que competían con la mía, enfrentadas, retándose a ver quién era la más alta, la más grande y la más bonita.

Dándome prisa anduve por la calzada, chapoteando entre los charcos llenos de ceniza que se habían formado por la noche.

El aire olía a chamuscado, una mezcla entre chimenea y hollín. Levanté la cabeza hacia el cielo negro abisal, no había ni una estrella, sobresalía entre las nubes de lluvia una gran humarada blancuzca. Un incendio, supuse...Llegué a mi destino en pocos minutos, unos cuanto edificios tapaban levemente la cortina de

humo que bañaba la oscuridad. Si aligeraba podría ir a curiosear un poco y después volver a mis quehaceres.

Se dice que la curiosidad mató al gato, pero a mí me robó el corazón.

El incendio salía del oeste de la calle Oranienburger strabe, la calle de los judíos adinerados, la calle prohibida. Al llegar me encontré con un paisaje de desolación increíble, sacado de otro mundo.

El suelo estaba repleto de ceniza blanca, los escaparates que anteriormente habían estado deteriorados hoy estaban en ruinas, sus puertas echadas abajo no tenían ni un cristal en pie, algunos periódicos rodaban por el suelo mostrando en la portada a Hitler muy erguido dando un discurso. En una pared de ladrillo manchada de hollín yacía una carretilla que en tiempos mejores había sido roja pero que entonces era color cobre oxidado y parecía un amasijo de hierros.

Todas y cada una de las paredes y fachadas estaban marcadas con grandes estrellas amarillas, entre ellas destacaba una gran mansión. Parecía una casa de muñecas en la más absoluta decadencia, la mayor parte del tejado se había derrumbado y lo que se conservaba en pie era una gran bola incendiaria y humeante. La frase sucios judíos estaba escrita con pintura negra y letras irregulares una y otra vez por toda la fachada. Entre la humareda y la pintura no se distinguía de qué color había sido originalmente tan llamativa casa. Decidí retirarme unos metros de ella porque el calor era abrasador, me calentaba las mejillas y hacía que me llorasen los ojos por la irritación. Intenté atisbar lo que ocurría en el interior pero unas gruesas cortinas me impedían la vista.

Sobre el sonido del chisporroteo de las llamas escuché un

gemido, algo así como una voz humana y toses, muchas toses. Corrí a acercarme a la casa, tapándome con mi bufanda la boca y la nariz para no asfixiarme. Contra más me acercaba más fuerte era la voz, pero poco a poco se fue apagando hasta cesar. Le metí varias patadas a la puerta. No cedía hasta que me precipité hacia dentro empujado por la inercia y estuve a punto de caer sobre un sofá en llamas. Solo distinguía algunos muebles en el suelo y casi todos estaban ardiendo o chamuscados. Me encaminé a un pasillo donde el humo remitía un poco, dejando ver las sombras de lo que antes había sido el hogar de alguien. El calor era asfixiante, como haber bajado al infierno.

En el suelo había un cuerpo boca abajo. Me puse de los nervios, me temblaba todo el cuerpo. Nunca había visto un cadáver, ni si quiera el de mi hermano pequeño cuando se ahogo en el lago, ni el de mi madre, ya que mi padre me prohibió terminantemente acercarme al ataúd en el que dormiría para siempre. Haciendo acopio de valor le di la vuelta con cuidado, no podía distinguir si era chico o chica, pero pesaba tan poco que podría haberlo cogido con una sola mano. Puse mi mano en su corazón para ver si seguía vivo, pero no había apenas movimiento. Estaba muerto...


En Berlín no hay rosas azules.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora