Capítulo 5: Latidos.

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Capítulo 5: Latidos. 

Me quedé en la misma postura un rato, con la mano sobre su corazón, empujando su pecho y esperando algún movimiento que me dijese que no había llegado demasiado tarde. Quedarme en esa casa mucho tiempo era un suicidio, si el humo no me ahogaba a mí también me tendría que enfrentar a la luz del día, indefenso y manchado de hollín. Una llamarada chisporreteó detrás de mí, la nuca me ardía y el miedo a morir achicharrado me empujaba a huir de esa casa que se consumía poco a poco. No había nada que hacer a parte de irme; no tenía ánimo para llevar comida a nadie. Absorto en mis pensamientos no reparé en que mi mano se movía arriba y a bajo, bajo la fuerza de las lentas palpitaciones de la esperanza. Sonreí entre el humo, sin apartar aún la mano del corazón del desconocido.

–¡Está vivo!–Grité a la casa, eufórico.

Lo cogí, me lo eché al hombro y salí a trompicones tropezando por el camino con sofás, libros y cascotes. Un álbum de fotos yacía en el suelo con las pastas manchadas de hollín. El humo aspirado me estaba haciendo efecto, la cabeza me daba vueltas y la garganta me picaba. Tenía que salir de allí lo más rápido posible, antes de que me cayese en redondo y todo mi esfuerzo no hubiese servido de nada.

En el exterior me recibió una fuerte ráfaga de aire helado. Fue un gran contraste la temperatura fresca de fuera con el calor asfixiante de la mansión. Deposité mi carga boca arriba sobre el suelo en una zona donde el calor no nos podía afectar ya. Me acerqué, jadeante, al desconocido hasta estar arrodillado a su

lado. Para mi sorpresa era una chica, puede que la chica más preciosa que había visto en mi vida. Me senté junto a ella y le aparté el pelo de la cara caliente. Me sentía afortunado.

La ceniza caía del cielo como algodonosos copos de nieve, pero la chica y yo estábamos en una burbuja, dónde nada importaba, solo nosotros. Me daba igual que hiciese frío y se oyeran grandes truenos, que alguien me viese o que la casa se cayera a pedazos en ese momento.

Empezó a llover a cantaros. Las gotas frías resbalaban por mis mejillas y me empaparon el pelo; la chica ni se inmutaba, seguía quieta en el suelo. Si su pecho no se hubiese movido con cada respiración la habría creído muerta.

La mansión se iba apagando poco a poco y los colores mojados de la calle se habían vuelto fríos y oscuros, pronto se formaron charcos de agua negra a nuestro alrededor. Me sacudí las cenizas del pelo y la cara, frotándome los ojos que aún me lloraban, el olor del ambiente me recordaba a las barbacoas en el campo, y a las chimeneas del invierno.

Mi vista no se despegaba de la chica; no era guapa como las típicas mujeres alemanas, ni si quiera era del tipo de chicas que ves en las revistas, con corsés y faldas cortas. Tenía la belleza del enemigo. Una belleza desgarradoramente dulce. Haberla rescatado era horrible. Estaba seguro de que al día siguiente estaría de camino a Auschwitz o con un cartelito colgado en la frente en la que me llamasen "enemigo de la patria" o simplemente "burro". No podía llevarla a casa, tampoco podía dejarla allí bajo la lluvia. Lo que al principio me había llenado de euforia se estaba convirtiendo en un gran problema.

Nunca había hablado con nadie que fuera judío excepto con Nanna. Todo el mundo odiaba a los judíos, para la gente era como el mal en persona, ni siquiera los consideraban eso, para ellos no eran como yo, eran infrahumanos que no tenían derecho a nada. La frase "ellos no son como nosotros" se repetía incesantemente en las escuelas alemanas, llenando las cabezas huecas de los jóvenes y levantando en ellos pasiones bélicas y ganas de luchar. Pero yo sabía que eso no podía ser verdad, ¿qué diferencia tenía un judío de un alemán que no fuera solo la raza?, los judíos tenían hambre, tenían sed, cuando se cortaban salía sangre, exactamente igual que nosotros. Pero incluso yo a veces los odiaba... ¿A quién le íbamos a echar la culpa de todas las desgracias que nos pasaban si no?

En Berlín no hay rosas azules.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora