Capítulo 3: El principio del Fin

20 4 0
                                    

Desperté en casa del sabio, en una cama muy cómoda y mullida. En el aire se percibía un olor a chocolate, proveniente de la cocina. Me levanté y al salir de la habitación me metí en un tortuoso laberinto: había 4 pasillos unidos en un cruce, y cada uno daba a otros dos pasillos como mínimo. La casa del sabio parecía pequeñísima desde fuera, comparado con lo que estaba viendo en ese instante.

Comencé a andar por los pasillos buscando la cocina, pero no la encontré. 25 minutos llevaba caminando cuando me rendí y me senté en el suelo de parquet frío, pensativo.

Pasaron unos instantes y una voz resonó entre los pasillos:

-Bara, te he oido levantarte. Ven a la cocina que te he preparado el desayuno.

-No la encuentro, esta casa es enorme.

-Espera ahí, voy a buscarte.

Así lo hice, y un hombre, como de mediana edad, no tardó en aparecer. Era alto y esbelto, y lucía un bigote. Llevaba puesto una chaqueta negra sobre una camisa blanca, y tenía una pajarita en el cuello.

-Acompáñame, Bara.

-¿Quién es usted?- dije, mientras ambos andábamos por los pasillos.

-Mi nombre es Sigmund Valkiria, y soy el servidor de su señor Nureta.- ¿Nureta tenía un mayordomo? Nunca lo habría imaginado.

-Llevas inconsciente 4 días y a punto has estado de no despertar más, chico. Día y noche el amo Kokoku y el señorito Hyaku te estuvieron cuidando casi sin dormir por las noches. Es increíble que estes recuperado del todo. Si me permite decirlo, tiene usted una fortaleza admirable.

-Gracias -contesté.

No hablamos mucho más hasta que llegamos a un pasillo donde mi acompañante se frenó.

-Este es el baño, pase y aseese. La cocina esta al final de este mismo pasillo. Cuando termine, diríjase allí, tiene el desayuno sobre la mesa.

-Bien, eso haré -contesté, justo antes de abrir la puerta frente a la cual nos habíamos detenido. En efecto, era el baño. Era una estancia un tanto amplia, en la cual había un lavamanos acompañado de un espejo, una ducha muy voluminosa con los bordes bañados en oro, y un retrete aparentemente muy lujoso y cómodo.

Me acerqué al lavamanos y me lavé la cara para despertar. Una vez hecho esto, me observé nítidamente en el espejo. Aún me dolía el pecho, y una pequeña venda blanca alrededor de mi frente resaltaba entre mis cabellos oscuros.

Me miré entonces a los ojos. Las cosas habían cambiado mucho estos últimos días. Y mis ojos lo reflejaban. Esos ojos del chico que años atrás vivía ajeno a los problemas que iban a sucederse, con la misma ilusión y esperanza que siempre le habían caracterizado. Esos ojos que reflejaban la felicidad de los niños, tan ingenua y tan frágil. Esos ojos, a pesar de mantener su típico color grisáceo, habían cambiado su visión del mundo.

Sacudí levemente la cabeza. Llevaba demasiado tiempo en el baño. Me sequé con una toalla al lado del lavamanos y salí del mismo en dirección a la cocina.

Era un lugar amplio, con las paredes rojas y el suelo de color madera. Una gran mesa se erguía en el centro de la misma.

Me senté en una de las numerosas sillas, y probé el pan untado en mantequilla y mermelada que había sobre la mesa. Estaba decilicioso. Lo acompañé con unos sorbos del chocolate caliente, dulce y recién hecho.

-¿Está de su agrado, señorito Kuro?- se interesó Sigmund.

-Sí, está delicioso. Muchas gracias -contesté, de la forma más educada que mi tímida formación en la lengua me podía proporcionar.

Bara Kuro: Leyenda de una rosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora