Capitulo 1

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                                                                                                                                                          18 de septiembre


 Querido Diario:Mi vida ha llegado a su fin. Preferiría estar muerta. Me han condenado a trescientas horas —¡trescientas!, ¿puedes creerlo?— de servicios comunitarios. Es una injusticia. Con losterroristas y los asesinos suelen ser más condescendientes... Pero esa maldita jueza me odiódesde el primer momento. ¡Ni me dejó abrir la boca! Ahí sentada, lo único que hacía eramirarme fijo por encima de aquellos horrendos anteojos con armazón de carey. Dijo que estabaharta de las niñas ricas y malcriadas que juegan con las personas de esta comunidad como sifueran muñecos que pueden manejar a su antojo y que, por lo tanto, iba a sentar unprecedente conmigo, que yo me convertiría en un ejemplo. Ésas fueron exactamente suspalabras. ¡Santo Dios! Cualquiera habría creído que robé la Constitución o la Campana de laLibertad en lugar de unos miserables pendientes. Traté de explicarle que sólo fue unatravesura, que en realidad tenía intenciones de pagarlos. Pero ella se negó a escucharme.Y como si todo eso hubiera sido poco, mis padres me quitaron la licencia de conducir.Conclusión, ahora no puedo usar mi auto. Es una injusticia. Jamás he robado nada en mi viday, la única vez que lo hago, me pescan. No puedo creer que esto sea verdad. Mi último año desecundario desperdiciado... No puede haber nada peor. La estridente campanilla del teléfono quebró el silencio. Jean dejó su bolígrafo y arrancó elauricular de la horquilla antes de darle la oportunidad de que volviera a sonar. Considerando lasuerte que la había acompañado en esos últimos tiempos, si sus padres recordaban que tenía unaextensión en su cuarto, podían ser capaces de sacarle también eso.― Hola. ¿Cómo te fue? ― Le preguntó Jennifer, su mejor amiga.― Peor, imposible. ― Apartó un rubio mechón de cabello de sus ojos. ― La jueza me odiódesde el primer momento. Ni siquiera se dignó escuchar mi versión de la historia.— ¿Jueza, dijiste?― Sí, era una mujer, aunque no exactamente lo que se dice un modelo de dulzura, suavidad ycomprensión. ― Suspiró. La parte que seguía no iba a resultarle sencilla. Si bien Jennifer era sumejor amiga, no cabía duda de que se pasaría la mitad de la noche llamando por teléfono a Diosy a María Santísima para contarles la novedad con lujo de detalles. La razón de su vida eran ―además de hacer compras, claro ― los chismes.― ¿Y bien? —la urgió Jennifer, impaciente—.Habla de una vez. ¿Cuál fue la sentencia? ¿Tedieron libertad condicional?― Ojalá. — Jean frunció el entrecejo. — Me condenaron a trescientas horas de servicioscomunitarios.— ¿Servicios comunitarios? — exclamó su amiga, horrorizada —. Pero es una locura. Es tuprimer delito. No puedo creerlo. Todo el que te conoce sabe que no eres una ladrona. ¿Por qué no tratas de convencer a la jueza de eso? — Sin embargo, Jean se sintió agradecidapor el voto de confianza de su amiga. Esa mañana, durante el tiempo que estuvo en el estrado,soportando la mirada penetrante de la jueza, se había sentido como una delincuente. Fueespantoso. Por cierto, la peor experiencia de su vida.— Santo Dios — continuó Jennifer —. ¡Trescientas horas! Qué aburrimiento. Eso y tomar loshábitos e ingresar en un convento es lo mismo.— ¿Y qué pasa entonces con el entrenamiento? ¿Y con la comisión de decoración para la fiestade ex alumnos? ¿Y tu vida social?— Según la jueza de minoridad Myra Bowen, no la necesito. — Las lágrimas comenzaban aagolparse en los ojos de Jean. Inspiró profundo, pues no quería que Jennifer la oyera llorar. —Además, van a asegurarse de que no la tenga.— Oh, Dios, pobrecita — murmuró Jennifer, compasiva —. Ya estás en quinto año. El únicoque se disfruta de verdad en el colegio secundario.— ¿Qué puedo hacer? Tendré que conformarme con ver la diversión desde afuera —comentóJean con amargura —. No bien terminó la audiencia, nos reunimos con el funcionario judicialque está a cargo de mi caso. Al parecer, tendré que pasar todas mis horas libres vaciandoorinales, empujando sillas de ruedas, o ayudando a las viejitas a encontrar sus dentaduraspostizas.— Denigrante — La chica suspiró con delicadeza. — Aunque después de todo, no es tanterrible.Pudo haber sido peor.— ¿Ah sí? — reaccionó Jean —. A mí no se me ocurre nada peor. Acabo de arrojar mi quintoaño a la basura. Tendré que pasar cada momento de vigilia trabajando como una esclavacon la tarea de la escuela o cuidando ancianos. Además, mis padres me han quitado lalicencia de conducir. Honestamente, Jen, no creo que pueda haber nada peor. Pero su amiga,como siempre, quería tener la última palabra.— Es mejor que tener que recoger basura por las calles, por ejemplo. Ésa fue la condenadel hermano de Mindy Waller cuando lo arrestaron por conducir ebrio.— Pero lo que yo hice no fue tan malo — se defendió Jean —. El hermano de Mindy casimata a una persona.— Cierto, pero te atraparon. Trata de ver el lado positivo de la cuestión. Si trabajas en el Hogarde la Comunidad, puede que conozcas algunos pacientes interesantes. La ira de Jean se disipó con la misma espontaneidad con la que había aparecido. No teníaningún sentido descargar sus sentimientos en su amiga. — No tendré tan buena suerte. Me tocóun hogar para ancianos. Se llama Lavender House. Tengo que empezar mañana.— Mañana — se lamentó Jennifer —. Pero no puedes. Hay práctica en el campo de deportes yya sabes a qué debes atenerte si faltas. La señorita Devoe dice que con dos ausentes quedasafuera. Y tú ya perdiste el entrenamiento del lunes. Jean se mordió el labio. Habría dado cualquier cosa por volver el tiempo atrás. Habría dadocualquier cosa a cambio de la oportunidad de revivir aquellos breves y nefastos momentos enStoward's Department Store. ¿Por qué no habría convencido a Pru y a esos idiotas que tienecomo amigos de que fueran a dar un paseo en lugar de hacerles caso con esa idea tan, pero tanestúpida? No había sido de ella la idea de robar los pendientes. Siempre tuvo la intención de dejar el dinero sobre el mostrador, pero como sabía que Silvia Hawkins la observaba y tuvomiedo de lo que pudiera decir, a lo único que atinó fue a guardarse los aros en el bolsillo. Yahora estaba pagando las consecuencias. ¿El costo? Nada menos que el último año del colegiosecundario.— ¿Jean, estás ahí?— Sí, aún estoy en la línea — respondió. Carraspeó. — Me temo que tendré que renunciar a lospartidos. No tendré tiempo.— ¿Tu padre no puede ayudar? — Continuó Jennifer, con evasivas—. Es abogado, ¿no? Jean tuvo deseos de reír, aunque la situación no era graciosa en absoluto. Creía que nunca másvolvería a encontrar algo divertido en la vida.— Él no puede hacer nada — mintió —. Está especializado en derecho societario. — Por másfuriosa que estuviera, jamás nadie le arrancaría la verdad sobre sus padres. De ninguna maneraadmitiría, ni siquiera ante su mejor amiga, que su padre se había negado a mover un dedo paraayudarla. A pesar de sus lágrimas y ruegos, él sólo se limitó a mirarla a los ojos y decirle que esa veztendría que asumir plena responsabilidad de sus actos. Por supuesto, después vino el sermónrespecto de que a los diecisiete años ya no era una nena y que, si había cometido la estupidez dedejarse llevar por los actos y las opiniones de quienes se llamaban amigos, ahora tendría quepagar las consecuencias. Y la madre había hecho causa común con su marido— Además, como ya te dije, la jueza quiso sentar un precedente conmigo. Una vez más, Jennifer murmuró algo solidario pero Jean casi no la oyó. Sólo tenía presente elrostro de la jueza y la horrenda humillación que había vivido mientras estuvo en el estrado,consciente de que la vergüenza no sólo había dañado su imagen sino también la de sus padres.Las lágrimas acudieron nuevamente a sus ojos, parpadeó con furia para contenerlas. Ni localloraría otra vez. Por lo menos, hasta que no cortara la comunicación.— ¿Eh? — preguntó, cuando se dio cuenta de que su amiga acababa de formularle unapregunta.— Quiero saber dónde queda Lavender House.—Oh, del otro lado de la ciudad. En Twin Oaks Boulevard.— ¡Caramba, qué castigo! ¡Se nota que no han tenido piedad contigo! Bueno, no te olvides detrabar las puertas al cerrarlas — le aconsejó —. Oh, disculpa. Olvidaba que no podrás usar tuauto. Pero, sea como fuere que llegues allí, ten cuidado. Esa parte de la ciudad es de temer. —¿A qué hora tienes que ir?— A las cuatro en punto — contestó Jean. Se le fue el alma a los pies. Se había ilusionado conla posibilidad de que Jennifer se hubiera ofrecido a llevarla. Demonios. — Espera un momento.— Apartó el auricular de su oreja. Afuera se oía la voz de su madre que la llamaba desde abajo.— Jen, mamá me reclama. Tengo que irme. Volveré a llamarte no bien termine de cenar, ¿deacuerdo?— Ni te molestes. No estaré en casa, ¿recuerdas? Esta noche se reúne la comisión dedecoraciones en casa de Terry. — La muchacha rió con cierta vergüenza. — Supongo que tú nopodrás ir ¿no?— No, claro — respondió Jean, pesarosa —. Además de todo lo sucedido, estoy confinada. Almenos por un tiempo.— Muy bien, entonces te veo mañana en el colegio. ¿Pasarás a buscarme? ¡Oh! Lo siento. Meolvidé otra vez. Supongo que te llevará tu madre, o algo así. De todas maneras, yo iré con Terry.Hasta mañana. Jean se estremeció. Santo Dios, qué humillante era toda esa situación. No sabía por qué depronto le resultaba tan difícil hablar con Jennifer, pero así se presentaban las cosas. Tal vezfuera porque, a pesar de que su amiga siempre cacareaba alguna palabra compasiva, tenía laimpresión de que, en el fondo, su mejor amiga se alegraba de verla con el agua hasta el cuello.Pero ése era un razonamiento despreciable. No bien cortó, se dirigió a la puerta.— Bajo en un segundo, mamá. — Jean no deseaba abandonar el santuario de su cuarto. Seapoyó contra la pared y contempló el acolchado de su cama, con rulitos de satén y encajeblanco, el empapelado con diseños de flores en amarillo pastel y blanco, con las terminacionesde madera pintadas en blanco brillante. Una habitación digna de una princesa, como había dichomi padre alguna vez. Sin embargo, en los últimos tiempos se había sentido muy lejos de larealeza; más bien, como escoria. Enfrentarse a su madre era lo último que quería hacer en esemomento. Las caras largas y los sermones que ya había soportado le alcanzaban para toda lavida. Después, fijó los ojos en su escritorio y en la computadora que sus padres le habíanregalado para su decimoquinto cumpleaños. La biblioteca, con sus estantes blancos repletos consus viejos libros favoritos de ciencia ficción y novelas de amor, prácticamente había caído en elolvido; siempre estaba demasiado ocupada como para dedicarse a leer. Sonrió con tristeza.Ahora tendría bastante más tiempo para la lectura.— Jean — la llamó su madre, impaciente Entre suspiros, se volvió y abrió la puerta. No podría esconderse eternamente. Bajó lasescaleras a toda velocidad y encontró a su madre de pie junto a la puerta principal golpeteandosu zapato de tacón alto contra el lustroso piso de roble. Eileen McNab era una rubia alta y atractiva. Llevaba un traje gris oscuro, una blusa azul claroy discretos pendientes de oro. Su imagen reflejaba la realidad con absoluta fidelidad: era unaejecutiva de gran poder.— Esta noche tengo una reunión en Los Ángeles — anunció —. En la heladera tienes ensaladade atún para la cena.— ¿Conducirás hasta Los Ángeles de noche? — preguntó Jean —. ¿No será un poco tarde?— No me quedan muchas alternativas — respondió su madre sin rodeos. Como me has hechoperder el día en la corte, me retrasé en mis tareas.— Oh. ¿Y papá? — preguntó Jean, con interés. Si bien existía una gran tirantez en la relacióncon sus padres, no quería quedarse toda la noche sola en una casa vacía. Eileen se encogió de hombros y tomó su portafolio.— Trabajará hasta tarde. Seguramente comerá un sándwich o algo rápido en la oficina. Jean se tragó su desilusión.— ¿A que hora crees que llegarás a casa?— En teoría, a las nueve — contestó, mientras tanteaba en sus bolsillos buscando las llaves delauto —. ¿Per qué?— Necesitaba hablar contigo sobre algo, eso es todo. Eileen alzó el mentón, desafiante, y la observo con detenimiento.— Si se trata de tu licencia de conducir, olvídalo — comenzó.— No quería hablar de eso precisamente — exclamó Jean —. Pero ya que sacas el tema, ¿cómocrees que llegaré mañana a ese lugar? Sin auto, estoy atada.— Debiste haberlo pensado antes de robar en la tienda — respondió su madre con frialdad.— No estaba robando en la tienda. Yo quise pagar esos pendientes — explicó por milésimavez. Tanta era su frustración que quería gritar. ¿Por qué su madre no le creía? ¿Por qué no leconcedía el beneficio de la duda?— Pero tú no te detuviste a pensar, ¿verdad? Estabas demasiado preocupada por el qué dirán detus amiguitas.— Está bien. Cometí un grave error — concedió Jean —. Lo admito. Me equivoque. Pero, porsi no te diste cuenta, estoy casi atrapada aquí. ¿Cómo supones que llegaré a ese hogar deancianos sin auto?— No seas ridícula. — Su madre atinó a colocar la mano en el picaporte de la puerta. —Puedes tomar el autobús.— ¡El autobús!— Sí, ya los conoces. Son esos vehículos grandes, pintados de azul y blanco que sirven demedio de transporte para las personas que no tienen auto. Jean se quedó pasmada. En su vida había tomado un autobús.— Pero el geriátrico está en la peor zona de la ciudad. Eileen abrió la puerta.— No seas melodramática. En Landsdale no hay barrios malos — contestó con impaciencia,ignorando las protestas de su hija —. Reconozco que parece estar situado en el corazón del áreamás pobre de la ciudad, pero no está infectada de mafiosos. Mucha gente toma el autobús —dijo, indiferente, mientras se encaminaba hacia su BMW —. Te gustará. No bien la puerta se cerró, Jean se dejó caer con todo el peso de su cuerpo contra ella. Esa vez,cuando las lágrimas acudieron a sus ojos, no hizo nada para contenerlas. Adiós a losentrenamientos deportivos, a las citas con Todd Barrett, y a las fiestas de quinto año. También alauto. ¡Oh, Dios! ¿Cómo haría para sobrevivir a esa tragedia? Por un minúsculo y estúpido error,su vida estaba terminada. En la escuela fue horrendo. Jean apretó en el puño el folleto con los horarios del autobús ycolocó la mochila en el banco de la parada. ―Por lo menos — pensó, al inspeccionar las calles y comprobar que no había nadie conocido—, logré evitar la humillación de que la mitad de la clase me vea tomando el autobús.‖ Ese día, si bien no había percibido actitudes groseras o desagradables hacia ella, las miradascompasivas y las sonrisas sarcásticas tampoco le pasaron inadvertidas. Se acomodo en el Cheryl Lanham Dark GuardiansNo me Olvides8banco y abrió el folleto azul brillante. Su madre se lo había entregado esa mañana, durante eldesayuno, sin olvidarse de la lata pertinente respecto de que el trasporte público nunca habíadañado a nadie y de que sin duda llegaría sana y salva a su casa esta noche. Jean sintió impulsosde arrojar el maldito horario a la basura, pero sabía que, en esos días, en cuanto a la relación consus padres concernía, estaba caminado sobre una cornisa y que habría sido una estupidezirritarlos deliberadamente. Si se comportaba como damita, les decía que si a todo y no lescausaba ningún inconveniente, tal vez recuperara su licencia de conducir. Miró su reloj y frunció el entrecejo. Eran las tres y cuarenta. Esperaba que, quienquiera fueseel encargado de Lavender House, no le diera un lavado de cabeza por haberse demorado unpoco. El siguiente autobús para Twin Oaks Boulevard partiría dentro de cinco minutos. Por lotanto, llegaría a Lavender House alrededor de las cuatro y diez. En teoría, no tendría por quéhaber problemas. No pretenderían que tomara el autobús anterior, ¿no? De ese modo tendría quepasar media hora más de lo debido en ese barrio que, a pesar de las afirmaciones de su madre,no ofrecía ninguna seguridad. Minutos después llegó el autobús. Subió. Entregó un dólar al conductor. El hombre la mirócomo si hubiera sido una extraterrestre con dos cabezas.— Tienes que darme el importe justo — indicó.— ¿Justo? — Notó que se había convertido en el centro de atracción de todos los pasajeros.— Sí. — Tocó con el dedo un artefacto cuadrado de vidrio y metal que estaba junto a suasiento.— ¿Qué te pasa, nena? ¿Es la primera vez que tomas un autobús? Coloca sesenta centavos enese aparato, si es que quieres viajar en mi coche. Varios pasajeros rieron. Con las mejillas coloradas y ardientes, Jean revolvió en su cartera yextrajo dos monedas de veinticinco y una de diez. Las introdujo en la urna y caminó a todavelocidad por el pasillo; se enredó en sus propios pies por el apuro que tenía. Ocupó el único asiento vacío que había. Apoyó la mochila sobre su falda y se dedicó a mirarpor la ventanilla, tiesa como una estatua. El autobús arrancó. Con profunda amargura, Jeansiguió observando la elegante y moderna zona comercial de Landsdale que se veía desde alcostado del camino. Poco después, quedaron atrás las calles limpias, prolijas, y las hermosas mansiones del barrioresidencial de la ciudad. A medida que se internaban en la zona norte, las casas ibanachicándose; los centro comerciales asumían un aspecto burdo. Cuando tomaron por Twin OaksBoulevard, Jean se arrepintió de no haber traído un aerosol irritante para defenderse de posiblesagresores. En su origen, Twin Oaks había sido la principal vía pública de la ciudad, pero, con eladvenimiento de los suburbios y el furor de la construcción de los años 60, la antigua zonacomercial e industrial se deterioró, convirtiéndose en un barrio bajo. Las industrias livianas eimpolutas, como también las escasas empresas manufactureras de alta tecnología que se habíaninstalado en el lugar a fines de esa década, optaron por el sector este de Landsdale. Lessiguieron de inmediato las hordas que huían del smog, los delitos y el tráfico del sur deCalifornia, y así surgió una tendencia edilicia moderna, perfecta, que caracterizó a toda laregión. Jean vivía en una de esas casas. Este sector de la ciudad le era tan ajeno como lasuperficie de la Luna. A medida que el autobús llegaba al corazón de la zona norte, se observaban hileras de viejascasas victorianas, la mayoría de ellas convertidas en edificios de departamentos arruinados. Pasaron por tiendas de expendio de bebidas alcohólicas y de empeño, una iglesia con frente depiedra, y un edificio médico, con las ventanas enrejadas. Por fin, luego de lo que le pareció una eternidad, la luz roja del semáforo de Acton Streetimpidió el avance del autobús, que se detuvo con un resoplido chillón. Ésa era su parada.Cuando se encendió la luz verde, Jean inspiró hondo, tomó su mochila y se convenció de que nosería tan malo. La parada estaba justo frente al geriátrico. Quizá, si iba corriendo, podría evitartodo tipo de agresiones. Se encaminó hacia la puerta trasera y se topó cara a cara con un chicoalto y de pelo oscuro. Era lindo. Lindo de verdad. Un ―bombón‖. Él retrocedió para cederle elpaso. Pero el autobús pasó de largo.— Oiga — gritó Jean, presa del pánico —. Quiero bajarme aquí.— ¿Y por qué no tocaste el timbre entonces? — rezongó el conductor desde adelante. ¿Timbre? ¿Qué timbre? Buscó desesperadamente a su alrededor, tratando de encontrar algúnbotón para oprimir, pero no vio ninguno.— Está allí — le indicó alguien con disgusto, desde atrás. Se volvió de inmediato y frunció elentrecejo al ver al bombón que la había distraído antes.— ¿Qué pasa? — preguntó. Pasó a su lado y tiró de una angosta tira de plástico que había juntoa la ventanilla —. ¿Nunca subiste a un autobús? El vehículo se detuvo antes de que ella tuviera oportunidad de responderle algún improperio.El galán, a quien Jean le calculó unos dieciocho años como mínimo, la miró enfadado, seadelantó y se bajó. Ella también.— Diablos — refunfuñó. Miró las calles y se dio cuenta de que por culpa del autobús, se habíapasado por lo menos dos cuadras. Estaba hecha un manojo de nervios. Ya llevaba unos minutos de retraso y por culpa de eseestúpido autobús llegaría más tarde aún. Se cargó la mochila al hombro y emprendió la marcha.En la acera de enfrente, un grupo de chicos jugaban al básquet en una estación de servicioabandonada. Una argolla comida por las polillas colgaba de la parte superior del palo que estabasobre los surtidores. Con cautela, Jean siguió su camino. Cuando llegó al hogar para ancianos, estaba muy agitada. Se detuvo en la acera y contemplóel sitio en el que pasaría gran parte de su tiempo libre durante los próximos seis meses. Al igual que muchos edificios de Twin Oaks, se trataba de una inmensa casa victoriana. Noobstante, se erigía sobre una vasta extensión de césped y estaba pintada de un color lavandaclaro, con terminaciones en madera blanca. Un pequeño cartel colgado sobre la puertaanunciaba simplemente: LAVENDER HOUSE. Jean ingresó por la entrada de cemento, subió las escaleras y se dirigió al espacioso porche.Otro cartel, mucho más pequeño, anunciaba: TOQUE TIMBRE, POR FAVOR. Eso hizo.Esperó. Siguió esperando. Volvió a tocar el timbre. ¿Qué pasaba con esa gente? ¿Estarían todos sordos? La puerta seabrió de repente y apareció una mujer seria, de mediana edad, con cabellos rubios cortos ycrespos, que llevaba un estridente jogging rosa.Cheryl Lanham Dark GuardiansNo me Olvides10— ¿Puedo ayudarte en algo? — preguntó con frialdad.— Soy... Jean McNab. He sido asignada a este lugar...— Su voz se desvaneció cuando lamujer entrecerró los ojos.— Para servicios comunitarios — terminó la mujer —. Llegas tarde. Te esperaba hace diezminutos. Entra. Jean la siguió hacia el interior del edificio. Los pisos eran de roble, muy lustrados.Exactamente frente a ella había un alto mostrador de roble que hacía las veces de escritorio derecepción. A la izquierda, advirtió un living cuyas paredes estaban revestidas con paneles demadera y un empapelado con diseños floreados, en rosa y blanco. A la derecha había unaescalera y, detrás de ésta, un recinto semejante a una jaula, que supuso sería el ascensor. Delotro lado de la escalera se veía un pasillo y una puerta doble, de roble, cerrada. No había detalleen aquel edificio que se asemejara a lo que ella había imaginado que sería un geriátrico.— Soy Esther Drake, directora de Lavender House — se presentó la mujer, mientras abría laspuertas dobles y conducía a Jean por el pasillo —. La señora Drake — puntualizó —. Vamos aconversar a mi oficina. Entraron en una sala pequeña y acogedora, que albergaba un escritorio, dos sillas, un archivoy un sofá tapizado en cuero verde. Las paredes estaban empapeladas con un alegre diseñoselvático, en verde y blanco; los cortinados armonizaban al tono y sobre el escritorio había unflorero con margaritas recién cortadas. La señora Drake rodeó su escritorio, ocupó su silla e hizo un gesto a Jean para que tomaraasiento. Tomó un anotador, lo abrió y extrajo un bolígrafo del portalápices que estaba junto alflorero con las margaritas.— Bien, el funcionario judicial que está a cargo de tu caso me llamó por teléfono esta mañanapara explicarme todos los detalles. Te dieron trescientas horas, ¿verdad?— Correcto.— Y supongo que querrás cumplirlas lo antes posible.— Supone bien.— Estupendo. — Sonrió. — Toda la ayuda extra que podamos conseguir nos viene de perillasaquí. Nos falta personal. ¿Por qué te arrestaron?— Por mechera — masculló Jean. Era una palabra que odiaba usar. Cada vez que la oía de suspropios labios sentía que la piel se le erizaba de humillación. — Pero sólo fue una broma —explicó de inmediato —. Un par de pendientes, eh... es todo lo que tomé. Y además iba apagarlos. La señora Drake bufó.— Bien, no importa. Sin embargo, debo advertirte que somos responsables por las pertenenciasde nuestros pacientes y no quiero que lleguen a mis oídos rumores de que algo se ha perdido,¿entiendes? Jean la miró con ojos desorbitados. ¡No podía creerlo! Estaba tratándola como a un vulgardelincuente. Acababa de hacerle una advertencia. Era demasiado.— Señora Drake — comenzó con gentileza, tratando de controlar sus impulsos —, no sé a qué se refiere. La mujer sonrió con sorna.— Yo creo que si sabes a qué me refiero. Pero para que no te queden dudas al respecto, te lodiré con todas las letras: no quiero enterarme de que la cartera, el bolso, el dinero o los efectospersonales de cualquiera que se encuentre en este edificio no está en el preciso lugar en el quedebería estar. ¿Lo has entendido? Humillada, Jean sintió que las mejillas le ardían. ¿Eso significaría que, si alguien robaba algoo un paciente extraviaba un libro de bolsillo, sería ella la culpable?— Eso no es justo — se defendió —. No soy una ladrona.— Claro que lo eres — se opuso la señora Drake con indiferencia —. Y bastante torpe, porcierto. Después de todo te pescaron, ¿no? Por otra parte, la vida no es justa. Cuando trabajesaquí te darás cuenta. Pero no temas. No te colgaremos ni te llenaremos de brea y plumas comocastigo si alguno pierde una golosina. Sólo limítate a cumplir con tu trabajo y a mantener lasmanos limpias. Jean optó por tragarse la ira que comenzaba a arderle en la boca del estómago. En realidad, nole quedaba otra alternativa.— De acuerdo. ¿Cuáles serán mis tareas específicas aquí?— Primero examinemos tus horarios — contestó la señora Drake. Extrajo una carpeta de tresanillos del último cajón y la arrojó con un golpe seco sobre su escritorio. La abrió y busco unapágina en particular. —Veamos, los domingos ya están cubiertos. Tenemos a la señora Deering.— Levantó la vista para mirar a Jean. — ¿A qué hora sales de la escuela?— A las dos y media. La mujer frunció el entrecejo.— ¿Entonces, por qué llegaste tarde hoy? Jean se movió, nerviosa. No quería reconocer que había invertido casi una hora tratando deconvencer a una de sus amigas de que la llevara hasta allí.— Oh, porque tuve que ir a la biblioteca a buscar algunos libros.— Pero en adelante podrás llegar aquí a las tres y media, ¿verdad? Jean hizo unos rápidos cálculos mentales. Trato de recordar a que hora pasaba el autobúsanterior. Si lo tomaba, llegaría a tiempo.— Seguro.— Bien. Entonces, de lunes a jueves puedes trabajar de tres y media a seis, los viernes hasta lascinco y media, y ocho horas completas los sábados. — La señora Drake ya estaba garabateandoen la carpeta de tres anillos. —Con eso cumplirías veinte horas por semana... y tendrás lasnoches y los domingos libres para estudiar. Jean sintió que se le iba el alma a los pies. Santo Dios. Era mucho peor de lo que habíaimaginado. No tendría tiempo de nada después de la escuela, y por las noches, cuando llegara asu casa, no le quedaría más remedio que engullir una cena rápida y encerrarse a estudiar. Nosabía con exactitud que había imaginado en un principio, pero, después de haber escuchado sus Cheryl Lanham Dark GuardiansNo me Olvides12perspectivas expuestas con claridad, sentía deseos de vomitar.— Está bien — susurró.— Y no vuelvas a llegar tarde — recomendó la señora Drake, poniéndose de pie —. Nuestrospacientes deben confiar en que el personal estará en su puesto de trabajo a la hora establecida.— Miro a la muchacha con detenimiento.— No tienes problemas de drogas, ¿verdad?— Por supuesto que no.— Bien, porque aquí los fármacos se mantienen bajo llave. Jean se ofendió. Las drogas jamás habían sido una tentación para ella. Pero estaba convencidade que la señora Drake no le creería.— Vamos. — La mujer se levanto de su asiento. — Ya estamos retrasadas. Te mostrare el lugarpara que puedas empezar. Jean obedeció y se puso de pie.— ¿Dónde puedo dejar mi mochila? — pregunto, mientras seguía a la directora por el pasillo.— Tírala en el guardarropa. — La mujer se detuvo y abrió una puerta. Una vez que se hubo sacado el peso de su mochila, Jean trato de prestar mucha atención.Primero, la señora Drake la llevo a la cocina. Frente a la pileta, había una mujer alta, de pieloscura, con una bata de casa estampada y un delantal de cocina blanco. Estaba pelando papas.— Señora Thomas — dijo la señora Drake —. Le presento a Jean McNab. Trabajara connosotros durante los próximos meses.— Es un placer conocerte — contesto la mujer, mientras se limpiaba la mano en el delantalpara tendérsela. Jean se la estrecho con torpeza. Era la primera vez en la vida que cumplía con esa formalidady no lo hacía del todo bien.— Encantada — murmuro, avergonzada porque, a juzgar por la mirada de la señora Thomas, sedio cuenta de que ella también conocía los motivos de su presencia allí.— La cena se sirve a las seis y media — anunció la señora Drake —. Una de tus tareas, antesde retirarte, será preparar todas las bandejas de los pacientes que deseen comer en su habitación.— ¿Eso implica que algunos pacientes lo hacen en el comedor?— Si, si tienen deseos de hacerlo.— ¿Qué otras tareas tendré que cumplir? — Apretó los dientes. Sospechaba que, para pagar elderecho de piso, la obligarían a hacer el trabajo sucio.— Serán muy divertidas — contesto la directora, mientras se encaminaba hacia una puerta quedaba a un inmenso lavadero —. Por esta tarde quiero que dobles sabanas y toallas. El chico queesta a cargo de esa sección hoy no se presentó. Bueno. Doblar ropa de cama no era ninguna tragedia; era mil veces mejor que vaciar orinales.Después de la cocina, la recorrida siguió por el comedor, las salas de lavado de ropa, dedepósito de medicamento, la enfermería, y las tres salas de estar. Jean estaba cada vez masconfundida. ¿Dónde estarían las ancianas y sus sillas de ruedas? ¿Y los frascos de inhalaciones,los monitores cardiacos y los equipos de rehabilitación?— ¿Dónde están los pacientes? — pregunto Jean cuando comenzaron a subir escaleras.— Algunos, descansando en sus habitaciones — respondió la mujer —; otros han salido.— ¿Salido?— Si. — Se detuvo en el descanso. — Esto no es una cárcel, ¿sabes? Las personas que puedenhacerlo, salen de compras, van a la biblioteca o cruzan al bar de enfrente a tomar un café.— Lo siento — murmuro Jean —. Lo cierto es que no sabía que los hogares de ancianos erantan... tan... flexibles.— ¿Hogar de ancianos? — La señora Drake parecía confundida. — Esto no es un hogar deancianos.— ¿Entonces qué es? — Jean ya empezaba a hartarse de sentirse como una idiota.— Es un hogar para enfermos terminales. La gente viene aquí a morir.

No me olvides-Cheryl LanhamDonde viven las historias. Descúbrelo ahora