Amor platónico

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AMOR PLATÓNICO

Un escalofrío recorrió su espalda y se giró sorprendida. Aún no podía verlo, pero sabía que estaba cerca. Sus ojos lo buscaron entre la gente que se aglomeraba en la plaza. Soltó un suspiro y miró al cielo. La claridad que éste desprendía le pareció maravillosa. Cualquiera que la viera podría notar la característica mirada de una mujer enamorada.

Comenzó a caminar. A su paso las palomas levantaron el vuelo. Un grupo de gente miraba atenta el espectáculo que un mimo ofrecía. Niños pequeños observaban absortos los movimientos del artista sin desprenderse de las manos de sus padres. Había algarabía en el ambiente y ella la compartía.

Sus oídos se inundaron con el sonido de la música que provenía del kiosco. Los distintos instrumentos —violines, violonchelo y contrabajo— formaron la tan acostumbrada melodía de las tardes de domingo: el danzón daba comienzo. Se detuvo unos instantes y observó a las parejas que bailaban. Atendiendo a la música, por un momento se detuvieron y una mujer de cabello cano le dedicó una sonrisa cálida antes de continuar con el baile.

Cerró los ojos y se imaginó girando con él al compás de la música. Se enfocó totalmente en la imagen que en su mente se representaba. Ella llevaba un vestido largo y elegante y él, enfundado en un traje impecable, la sujetaba por la cintura y la estrechaba entre sus brazos. Sintió ruborizarse cuando sus pensamientos dieron un vuelco y al baile le siguieron los besos. Una chispa de deseo iluminó sus ojos y contradictoriamente ladeó su cabeza en gesto tímido.

Salió de su ensimismamiento al darse cuenta de la hora. Avanzó apresurada pensando en que no quería llegar tarde para verlo. De la fuente de la plaza el agua emergía a borbotones formando arcos, y el viento trajo hacia ella una ligera brizna que mojó una de sus palmas. Una sensación de paz la invadió, y cuando distinguió el lugar a donde se dirigía, sintió un revoloteo en el estómago ante la expectativa.

Del segundo piso colgaba un letrero en el que se leía: «Café Central». Los ventanales de la entrada dejaban ver mesas adornadas con pequeños floreros con tulipanes y racimos de canela que daban un delicioso aroma al lugar, además del particular olor a café. Cruzó el umbral y se dirigió al librero que cubría la pared de la derecha. Tomó un libro y con el dedo índice comenzó a pasar las páginas, tratando de recordar en dónde se había quedado la última vez.

En la barra principal un hombre mayor, dueño del café, seguía sus movimientos y la miró directo a los ojos en tanto cortaba un trozo de pastel. Como si ambos compartieran un secreto, cuando pasó frente a él éste le guiñó un ojo y apuntó hacia arriba con el dedo índice. 

—Llegas tarde, María —le dijo.

—Lo sé. Lo sé —respondió ella casi en un susurro.

—¿Lo de siempre?

Ella asintió con un gesto de cabeza y se encaminó hacia las escaleras que llevaban al segundo piso. Se detuvo ante los escalones y respiró profundamente. Los latidos de su corazón se habían acelerado y procuró calmarse, un vano intento, pues tan sólo el conjuro de su imagen la hacía sentirse nerviosa.

El piso de madera de la planta alta crujió bajo sus pies y, cuando alzó la vista, al fin pudo ver su reflejo en los espejos de la pared de enfrente. Él estaba sentado a su mesa habitual en el balcón. Su chaqueta colgaba descuidada de una de las sillas. Tenía en sus manos un nuevo libro y se le veía absorto en la lectura.

Ella se acercó lentamente y tomó asiento a la mesa paralela a la suya. Por un momento se sintió incómoda hasta que la camarera la distrajo al traerle su taza de café. La de él se mantenía humeante, pero ella sabía bien que quedaría olvidada hasta que el café estuviera frío. Bajó la mirada y en la comisura de su boca casi se formó una sonrisa.

Ella creía conocerlo a fondo. Sabía cuando la lectura le apasionaba o bien cuando no había logrado atraparle, entonces de vez en cuando él desviaba la mirada y la dirigía a la plaza, por desgracia, nunca hacia ella.

El tiempo pasó volando, una estrella prematura se dejaba ver ya en el firmamento. Con expresión resignada, ella tomó sus cosas y se levantó. Él ni siquiera le brindó una mirada. El revoloteo que había sentido hacía unas horas había desaparecido, y ahora ella se marchaba del café con la sensación de que estaba dejando escapar algo importante.

—¿Nada? —le preguntó el hombre que atendía el café y que en ese momento se encontraba afuera levantando el parasol.

Ella negó rápidamente con la cabeza y se instaló en su rostro una expresión de tristeza mientras se marchaba.

En la mesa del balcón, él bebió de un trago su café y centró su atención en la plaza. Un vértigo ya conocido se apoderó de él al verla cruzar la calle. «Se ve hermosa el día de hoy», pensó. Llevaba un vestido blanco sin mangas y su cabello largo caía en cascada sobre su espalda. La miró hasta que la perdió en la distancia y sólo entonces se levantó.

Ahora, en el mostrador, el dueño del café le hizo la misma pregunta que a ella.

—¿Nada, Martín?

—Aún nada —respondió el aludido y se ruborizó ante la mirada de condescendencia que le fue dirigida—. Tal vez el próximo domingo —se justificó antes de salir del café. 

«Tal vez el próximo domingo», pensó Martín mientras se adentraba en la plaza y, como cada domingo, volvió a decirse que no dejaría pasar otra oportunidad.

LA BAILARINADonde viven las historias. Descúbrelo ahora