La bailarina

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LA BAILARINA

El chofer conducía a una velocidad prudente por las calles. Él se hallaba en el asiento trasero mirando absorto las luces de la ciudad y podía ver de cuando en cuando su reflejo en la ventanilla. Su rostro recién afeitado mostraba cierto nerviosismo y sentía las palmas húmedas debajo de los guantes blancos que las cubrían. Por un momento se dijo que su impecable aspecto no podía engañar a nadie, aunque llevara mucho tiempo haciéndolo.

Se había mezclado con la alta sociedad londinense hacía ya varios años. Recordaba bien la fecha —un 27 de marzo—, el aniversario de su nueva vida. Nunca había creído en el destino, pero ese día le había dado una muestra fehaciente de su existencia. Recordarlo le provocó ganas de sonreír, aunque la sonrisa que cruzó por su rostro fue algo amarga.

Por fin el chofer se detuvo ante una edificación majestuosa. Una escalinata de mármol conducía al interior del recinto. Desde su cómodo lugar alcanzó a ver las figuras que se alzaban en la cúspide: una mujer y un hombre danzando. La fachada del edificio mostraba cuatro columnas que precedían la entrada principal. Quiso bajarse de un salto y ver si podía darle alcance antes de que comenzara la función, pero las reglas de la etiqueta se lo impedían. Segundos después, su chofer abrió la portezuela y se dijo que era hora de dar inicio al espectáculo.

Bajó del automóvil un hombre imponente, alto, delgado y pulcramente vestido. El esmoquin que llevaba puesto era hecho a medida y dejaba entrever un cuerpo bien formado por el ejercicio. Colocó sobre su cabeza un sombrero de copa que ocultó casi por completo su cabellera rubia y comenzó a subir la escalinata.

Afuera todavía había gente dejando correr el tiempo. Una mujer envuelta en un vestido azul de satín le dedicó una mirada perversa —nada propio para una mujer casada— y él la ignoró por completo.

—Señora Harris, ¿cómo está su marido? —le dijo cuando cruzó el umbral y de los ojos de la mujer desapareció cualquier rastro de perversidad, dando paso a una mezcla de reproche y furia.

Él sonrió para sí mismo y siguió avanzando. Se detuvo un par de veces para saludar a un par de amigos —era extraño llamarlos así— y se encaminó a su palco.

El teatro estaba a rebosar, la gente se acomodaba en sus asientos pues la función no tardaría en dar comienzo. Hombres y mujeres ataviados en sus mejores trajes conversaban bulliciosamente en los palcos. 

Su lugar le daba una vista privilegiada de todo el teatro. Alcanzaba a distinguir los detalles de la cúpula que se ubicaba justo por encima de su cabeza: violines alados con rostros femeninos, arpas y notas musicales pintados en colores vivos, y justo del centro colgaba esplendoroso un candil con ornamentos en tonos dorados. Por todo el teatro podían verse las mismas figuras, sólo que talladas en columnas y en diversas puertas. Resultaba obvia la majestuosidad del lugar.

Las luces comenzaron a apagarse y el escenario quedó en penumbra: el telón estaba por abrirse. Los murmullos se acallaron y el recinto quedó en un completo silencio. Cuando miró abajo pudo ver a la orquesta completamente dispuesta para tocar y, sin poder evitarlo, acudieron a él los recuerdos...

Era una mañana fría, los últimos restos del invierno rodeaban el ambiente. Acababa de tener una cita importante. Una mujer había acudido a él para deshacerse de alguien. Ese era su trabajo, desaparecer a las personas: era un asesino a sueldo. El dinero que se había concertado era bastante, por lo que rechazar la oferta no había cruzado por su cabeza. Lo había hecho antes y por menos dinero, algunas veces la necesidad te llevaba por caminos inimaginables.

Por esas fechas el dinero ya no era un factor, tenía el suficiente como para vivir desahogadamente y hasta con lujos, pero ese no era su mundo. Él se sentía cómodo en cualquier taberna y conviviendo con personas que, como él, habían hecho de su vida la delincuencia.

Esa mañana no era diferente a cualquier otra, hasta que la vio a través de los ventanales de un escaparate. Se media un vestido subida en una plataforma circular y se veía hermosa, no había visto una mujer más hermosa en su vida.   

Cruzó la calle y se acercó a la tienda sin pensárselo dos veces. Ella se dio cuenta que la miraba con descaro y le maravilló verla ruborizarse cuando le dedicó una sonrisa. Salió de la tienda momentos después y él la abordó.

—Su nombre, señorita. Es lo único que deseo saber —le dijo.

Ella lo miró y cuando pensaba que no le respondería se acercó a él, a una distancia tan corta que pudo percibir su perfume.

—¿Va mucho al teatro, señor? Quizá debería ir esta noche —y se alejó sin decir nada más.

La primera vez que entró al teatro de Londres no sabía como comportarse. Todo a su alrededor se le hacía desconocido. Esa noche estaba ahí por negocios, aunque no podía sacarse de la cabeza a la chica del escaparate. Si todo salía bien tendría un negocio redondo. La mujer que había contratado sus servicios le dijo que encontraría a su víctima en ese lugar: la bailarina principal de la obra que se representaba esa noche.

Cuando el telón se abrió, apareció ante sus ojos una mujer joven, delgada y menuda que parecía sumamente frágil. El vestido de encaje que llevaba puesto la hacía parecer una muñeca de porcelana. La vio bailar unos instantes antes de reconocerla. Cuando vio su rostro sintió que el mundo se le caía a los pies: la chica del escaparate, su víctima.

Quiso salir corriendo de ahí, alejarse de todo y de todos hasta que, también en el escenario, reconoció a su benefactora y por la mirada de ésta supo que nunca se detendría.

El destino es caprichoso, algunas veces basta un pequeño giro para cambiar una vida. Esa noche hubo una muerte, pero no la esperada. Los titulares de los periódicos del día siguiente señalaban el deceso de una bailarina, era una mujer en los últimos años de su carrera...

Sus recuerdos se disiparon y de golpe regresó al presente, el sonido de la música inundaba cada rincón: la orquesta había comenzado a tocar. Se abrió el telón y sobre el escenario apareció una bailarina delgada y de aspecto frágil con piel de porcelana. Sus ojos no se apartaron de ella hasta que los aplausos del público inundaron cada recodo del teatro. Sólo entonces se levantó de su asiento y con paso ágil se dirigió a los camerinos. Ella ya lo esperaba, la puerta se abrió antes de que la tocara.

—Estuviste maravillosa —atinó a decir.

—Feliz aniversario, amor —expresó ella, lo miró y poniéndose de puntillas le dio un beso en los labios—. ¿Lo recuerdas?

Un 27 de marzo de hacía ya cuatro años había dado inicio a su nueva vida, dejando atrás su pasado y cambiando todo por amor. ¿Cómo podría olvidarlo? Sonrió abiertamente y la atrajo hacia él, también un 27 de marzo se había casado con ella.

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