Le Château

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Permanecía ahí sentada, rodando ese desgastado libro sobre la mesa, esperando a que el detective jefe tuviera la decencia de honrarle con su presencia en la cocina de Le Château. Así se llamaba la pequeña y austera pensión en la que se había hospedado los últimos meses, su nombre era sin duda la muestra del buen humor del primer dueño que la regentó.
Madame Bonnet necesitaba estirarse, llevaba horas en esa minúscula silla. No era una mujer excesivamente grande pero le rebosaba carne por los cuatro costados del asiento. Como poco era incómodo.

La puerta al otro lado de la cocina se abrió. Intuyó que el detective había hecho al fin acto de presencia. Un hombre bajo y fornido la miraba como se mira un trofeo. No tenía ninguna duda de que él ya la consideraba culpable de todo. Se acercó, con las manos metidas en su elegante traje, caminando con altivez, cogió una silla y se sentó frente a ella; luego se encendió un cigarro y tiró la ceniza sobre el embaldosado geométrico del suelo.

-Marie Margaret Bonnet. ¿Es ese su nombre, Madame Bonnet? Hija de madre irlandesa y padre francés.

-Sí -afirmó con paciencia.

-Monsieur Lapointe nos ha informado de que se puso en contacto hace unos días con su marido en Marsella. Por lo visto usted se fue en mitad de la noche, después de drogarle, con todo su dinero. ¿Es eso cierto?

Madame Bonnet, lejos de sorprenderse, resopló aburrida. Debió imaginárselo. Monsieur Lapointe le había estado vigilando más de la cuenta desde hacía unos días. Ella ya había reconocido su carácter nada más verlo merodeando por Le Château. Un hombre amargado, posiblemente por las consecuencias de la guerra, con cierta preferencia por el coñac barato y la teoría de la letra con sangre entra. Un autentico parásito que decía llevar un negoció que ni siquiera era suyo.

-No me sorprende en absoluto. Al final todas las bestias se encuentran -dijo Madame Bonnet con una sonrisa condescendiente mientras seguía girando el carboncillo.

-Madame Bonnet, debería tomarse esto en serio. Una joven ha desaparecido. Monsieur Lapointe nos ha dicho que usted pasó una cantidad de tiempo considerable con la muchacha. Está convencido de que envenenó su mente con ideas extravagantes, que la incitó a huir. -La mujer dejó de rodar el gastado libro y por primera vez lo miró con genuina impotencia-. Oiga, si se niega a colaborar, su pasado no la va a ayudar. Usted tiene las de perder, Madame Bonnet.

La mujer inspiró profundamente, inhalando el espeso humo que el detective había creado con el cigarro. No era un olor que le desagradase, le recordaba a las fiestas de sus padres en Irlanda cuando era pequeña, cuando la guerra todavía no había estallado. Ese hombre ante ella que le otorgaba recuerdos que creía ya extintos, jamás la entendería. Ni ella era capaz de entenderlo aún.

-Da igual lo que haga. Si no le digo nada estoy perdida y si le cuento lo que sé también. Así que poco tengo que perder en verdad. Le contaré lo que sé. Solo le pido que lo que escuche aquí, lo haga con la menor cantidad de barreras que la sociedad y la lógica le hayan inculcado. Yo todavía lucho con las mías, así que comprenderé que no me crea. Pero déjeme contarle todo hasta el final.

El detective, satisfecho e intrigado, apagó el cigarrillo y se inclinó hacia delante dispuesto a escuchar; en cambio, Madame Bonnet tenía la atención fija en la portada de ese libro que trajo con ella el primer día que pisó la posada. Ese día de verano de 1949, ese momento cuando conoció a Colette.

Había llegado hasta las puertas de Le Château por consejo de una amiga, le aseguró que la dueña era una mujer muy discreta. Tal vez por eso le sorprendió cuando un hombre alto y de aspecto ajado apareció por la puerta que había tras el mostrador.

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