Nicte, segunda labor.
A través de los arbustos, Nicte acechaba.
Sus ojos no se apartaban del bulto que había depositado en la puerta de la casa del otro lado de la calle. Era una casa bonita de dos pisos. La familia que vivía en el interior era de clase media alta. Pero a Nicte no le preocupaban las etiquetas sociales; en su plan no cabían este tipo de consideraciones. Sólo se fijaba, y con gran escrúpulo, en el físico de sus víctimas.
Miró su reloj de pulsera. Pasaban de las diez y media de la noche. Sabía que las luces en el interior de la casa denotaban preocupación. A esa hora ya sólo debería estar encendida la televisión. Pero no ese lunes. No. Prácticamente todas las ventanas estaban vivas. Los corazones de los miembros de la familia se habían vuelto uno; y éste latía agitadamente. Un ir y venir de los padres a ciertos marcos de luz delataba su angustia. "Eso es bueno", se decía Nicte desde su oculta posición. "Eso es muy bueno".
Se acomodó en la hierba del jardín. Detrás, había un letrero: "Se renta". En esa casa no habitaba nadie. Y eso le concedía diversas ventajas. No tener que cubrirse las espaldas, para empezar. Aguardar toda la noche, en caso de ser necesario. Pero Nicte sabía que las angustias crecen exponencialmente. Y que, al llegar a cierto punto, son imposibles de controlar. En ese momento, en el que ella, la madre, abriera la puerta de la casa... O él, el padre, diera con el espantoso obsequio... podría poner punto final a su segunda misión. Por ello, Nicte no se desesperaba. Porque sabía que en una hora, cuando mucho, todo detonaría. La angustia, el miedo y la desesperación forman un coctel letal.
Berlín, la calle, estaba oscura. Sólo los trasnochados de lunes se detenían en el semáforo de la esquina con Marsella para esperar el cambio de luz y seguir su marcha. Nicte aprovechó para sacar de su cartera dos fotografías. Las acomodó sobre el pasto de modo que les pegara la luz del farol. Sintió satisfacción. Con ése, ya eran dos. Ahora faltaban cinco. Y cinco niños es menos que siete. Su labor estaba en marcha.
Escuchó, del otro lado de la calle, que el volumen de las voces aumentaba. Los padres peleaban. El coctel hacía efecto. "Hay dolor", se dijo Nicte. "Eso es muy bueno". El padre y la madre se recriminaban mutuamente la falta de cuidado, la nula vigilancia. Que su hijo de once años no hubiera vuelto a casa después de dos días y que nadie supiera nada de él los tenía al borde de la locura. No había habido llamadas de ninguna especie. La policía no sabía nada. Probablemente fuera un secuestro pero... ¿cuánto tardará el secuestrador en hacerles saber lo que pediría por el muchacho y si éste se encontraba bien? Nicte respiró en paz. Sabía que la incertidumbre terminaría pronto. Por eso no quería perder detalle. Devolvió las fotos a su cartera, junto con las otras cinco. Y volvió a posar su mirada sobre la gran bolsa café de gruesa tela que hacía su propia guardia a los pies de la puerta de la casa.
La madre comenzó a llorar. El padre guardó silencio. Los dos hermanos, totalmente mortificados, probablemente habrían renunciado ya al sueño. Todas las luces de todas las habitaciones seguían encendidas.
Entonces, ocurrió. La desesperación. La angustia. El miedo. La señora decidió salir de la casa, como otras tantas veces, a mirar en una y otra dirección de la calle con la esperanza de ver a su hijo volver, dar la vuelta en la esquina, bajarse de algún taxi.
Entonces, ocurrió. A sus pies ya la esperaba un misterioso obsequio. Nicte volvió a sentir un torrente de paz. Hizo una anotación mental: "Siete menos dos, da cinco". Contó los segundos mientras la señora intentaba levantar la bolsa, descorrer el nudo, insertar la mano...
Luego, el grito fulminante. Un grito que se quedaría en lo oídos del padre durante años. Un grito de dolor como nunca han escuchado los oídos humanos.
El final era previsible: la madre caería desmayada. El padre acudiría con el rostro desfigurado de terror. Los hermanos, con la piyama puesta, bajarán las escaleras a toda prisa, renunciando para siempre al sueño.
De la mano de ella se desprendería la camisa de la escuela primaria a la que por cuatro años asistió su hijo, sucia de sangre. El padre apenas alcanzaría a distinguir, por un hueco del espeluznante saco, algo que no podría ser sino un desnudo hueso. Abrazó a sus otros hijos para evitar les contemplar la escena. Pero era demasiado tarde. La casa se llenó de gritos. Esa zona de la colonia Juárez, en cambio, siguió quieta, silenciosa, indiferente.
Nicte miraba con aprobación el llanto de toda la familia. "El dolor es bueno", se dijo, antes de recostarse sobre el pasto de la casa en venta de la casa en renta, antes de sonreír complaciente. Esperaría a que la confusión se trasladara al interior de la casa para salir de su escondite y volver a su guardia.
Siete menos dos, da cinco.