De pronto se volvió una tarde lluviosa. Cuando el teniente Guillén llegó a los velatorios donde se practicaba el funeral de Adrián Romero, el niño de la casa de la colonia Juárez, un sol esplendoroso brillaba en el cielo. Y ahora, a las cuatro horas de hacer la guardia en el ataúd cerrado, la lluvia había comenzado a caer, convirtiendo automáticamente en uno más melancólico, más sombrío.
Recargado en una de las columnas del salón, Guillén sentía una enorme necesidad de prender un cigarrillo. Pero en tales circunstancias era imposible. De ahí que su nerviosismo se incrementara poco a poco. De ahí que no dejara de pasear su mirada de todos los rostros de los familiares. Con su evidente sobrepeso, su eterno traje café oscuro y su bigote de cepillo, con las manos entrelazadas sobre su barriga y una inquietud evidente, más parecía un burócrata ansioso por volver a su oficina cuanto antes, que un detective en busca de sospechosos.
A la distancia, el padre del menor difunto le hizo un gesto de saludo. Aún tenía el rostro congestionado por las lágrimas. El teniente inclinó la cabeza, respondiendo al saludo. Su patrulla había llegado al velatorio casi al mismo tiempo que el catafalco y desde entonces no se había querido desprender de ese sitio, convencido de que era lo menos que podía hacer por la familia, dada la poca ayuda que les había podido brindar. Además, se los debía. Los padres habían aceptado mantener el crimen oculto y evadir a la prensa, según lo que les había solicitado el procurador para "ayudar a la investigación", aunque Guillén sabía que había algo más de fondo en dicha solicitud.
-¿Usted lo conocía? -le preguntó de pronto un hombre mayor.
-Eh... sólo por su fotografía -respondió el teniente.
-Su risa -continuó el hombre-. Su risa es lo que más recuerdo de él. Se reía mucho con las caricaturas de la tele.
El teniente Guillén se sorprendió a sí mismo tratando de hacer encajar ese segundo asesinato con el del primer niño. Porque sabía que las coincidencias de ambos crímenes apuntaban hacia un sólo asesino. Y ahora había que intentar una nueva línea de investigación, ahora había que fijarse en las similitudes que compartían ambos niños antes de ser asesinados para detectar un motivo. Guillén pensó, de todos modos, que el hecho de que tal vez ambos se rieran con las caricaturas de la tele no podía ser razón para que sufrieran la misma suerte. Tenía que haber otra cosa.
Miró su reloj y se dijo a sí mismo que bien podía salir un momento para fumarse un cigarro. Ya llevaba más de cuatro horas en la misma posición. Pero el llanto de la madre volvió a retenerlo en su columna, a un lado del féretro. Sentía que era su obligación permanecer ahí. La culpa lo carcomía por dentro. La policía no había hecho nada por impedir ese segundo crimen.
-Era mi nieto -volvió a hablar el viejo-. Un excelente muchacho.
Guillén forzó una sonrisa. De pronto le atemorizó pensar que ese fuera sólo el segundo de una larga serie de asesinatos de la misma índole. Necesitaba pistas o no podría impedir que continuaran los crimines . Imaginó a los abuelos de futuras víctimas recordando las risas de sus desaparecidos nietos.
Se aflojó la corbata nuevamente. En tantas horas de pie, ya había adoptado el tic nervioso de aflojarla y apretarla inconscientemente. Entonces, sonó su teléfono celular. Aliviado, se disculpó. Era una excelente excusa para abandonar el funeral y encender un cigarro. Llegó a la calle y, procurando que la lluvia no lo alcanzara, se pegó a la pared del edificio. Vio el mensaje que le había llegado al aparato. Ya no le quedaron ganas de encender el cigarro.
"Sólo hay un modo de que detengas esto", decía el texto.
Era como si hubieran estado leyendo su mente . Miró en todas las direcciones, confundido. A su lado no había sino un par de personas protegiéndose de la lluvia bajo un cobertizo del edificio de los velatorios.
Se apresuró a responder.
"¿Quién es usted?", fue el mensaje que envió. Al poco rato recibió la contestación.
"Sólo hay un modo de que detengas esto", decía nuevamente el texto.
El teniente decidió marcar directamente al teléfono del remitente. Sonó varias veces pero nadie contestó. Volvió a enviar un nuevo mensaje. Sólo contenía una palabra, una muy significativa "¿Nicte?"
En vano esperó que volvieran a responderle. Insistió. "¿Es usted Nicte?". La lluvia, de pronto, arreció. el frío le calaba los huesos.
"Detener esto", se dijo a sí mismo sombríamente. "Entonces... va a continuar".