¤Capítulo dos¤

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Sergio no estaba tan seguro de no se un cobarde. Y eso le inquietaba. A diferencia de muchas otras personas que nunca se detienen a preguntarse algo así, Sergio lo hacía con frecuencia. "¿Soy un miedoso?" Siempre que se enfrentaba a algo que podía causarle temor, se preguntaba si no lo estaría evitando por miedoso. Y al no encontrar una respuesta satisfactoria se deprimía. En ocasiones sólo encontraba consuelo al sentarse en la batería y pegarle a los tambores.
Desde pequeño había desarrollado una especial desconfianza por todo y por todos, que luego se había traducido en una perspicacia muy aguda. Sergio solía ver más allá de lo que las demás personas veían. No se le iba ningún detalle. A simple vista era capaz de reconocer rasgos, minucias, particularidades en las que la mayoría de sus compañeros jamás se fijarían. Pero tal vez era ésta una cualidad que se había desarrollado gracias al miedo, al necesitar estar siempre alerta.
Después de haber huido con su hermana a través del Desierto de Sonora, todos sus sentidos se agudizaron. Naturalmente, él, no se acordaba porque apenas era un bebé, pero el sólo relato que hacía su hermana de lo que le había pasado aquella lejana y fría noche de enero bastaba para explicar por qué desconfiaba hasta del sonido más minúsculo, de la sombra más inofensiva, del menor presentimiento. Y cuando lo evocaba, inmediatamente sentía un singular cosquilleo debajo de la rodilla derecha, justo en el sitio en el que había perdido la pierna.
-¿Estás bien? -preguntó Alicia, al notarlo ten agitado. Tenía la costumbre de preocuparse por su hermano en cuanto veía un signo de alarma en su rostro. El haberlo cuidado ella solo desde hacía doce años había hecho de su atención por Sergio casi un instinto.
-Sí. Es que me agité tocando la bataca.
Y aunque Alicia pudo notar que le mentía, prefirió no insistir.
-Ayúdame a vaciar las bolsas del super, anda.
-¿Tú abriste la puerta?
-Claro. ¿Pues quién más?
El espíritu de Sergio descansó. Y dedujo lo que seguramente habría pasado: que Alicia habría entrado sin que él lo notara, cargada con dos bolsas de supermercado. No habría prendido la luz por no perder el tiempo y habría bajado los tres pisos hasta la puerta del edificio para recoger el resto de las compras, todo esto sin anunciarse.
-Traje pan de dulce para que merendemos.
Vaciaron las bolsas en silencio.
A sus veinticinco años, Alicia estaba estudiando la carrera de medicina y, a la vez, trabajaba como representante de ventas de una empresa farmacéutica. Casi no tenía tiempo de estar en casa y Sergio pasaba la mayor parte del tiempo solo. Pero acaso no habría otra manera de que su particular familia de dos elementos subsistiera. Alicia se había encargado de cuidar a Sergio desde que ella tenía trece años, sin la ayuda de ningún adulto.
Por lo demás, eran poco parecidos. Él tenía la nariz afilada, ella redonda; él tenía cabello castaño quebrado (aunque con su corte tan al ras era difícil de apreciar), ella completamente lacio y oscuro; él tenía los ojos negros y vivarachos; ella verdes y diminutos. Ella era muy segura de sí misma; Sergio, no tanto.
"¿Cuánto miedo puedo soportar?"
La pregunta parecía surgida de su propio interior, no de un desconocido.
Esa noche, como eta de esperarse, casi no durmió. Los ruidos del exterior lo hacían despertar con frecuencia. Y los mensajes de Farkas cruzaban por su mente cuando cerraba los ojos.
Al otro día, a la hora del recreo, aún se encontraba taciturno.
-¿Qué me cuenta, Serch? ¿Estuvo buena la página? -preguntó Jop, dando una mordida a su sándwich.
Se habían sentado en la banca de siempre, la más alejada del patio en el que jugaban los demás. Y contemplaban, como siempre, los juegos de los otros.
-Sí. Estaba buena.
-¿Entonces por qué no me has platicado nada?
Miraban a sus compañeros jugar a la distancia una especie de fútbol sin reglas, en el que se valía hasta jalarse de la camisa. Jop era demasiado bajito como para desear participar (siempre terminaban cometiendole faltas) y Sergio prefería no exponerse a perder la prótesis cada cinco minutos.
-Ayer me pasó algo raro. Un desconocido me hizo plática en el Messenger -comentó.
-¿Y que te dijo o qué?
-Era como si me conociera. Me llamó por mi nombre y apellido.
Jop terminó su sándwich y volvió a su carpeta de dibujo. Un vampiro aparecía en la ventana de una mujer dormida.
-Algún tarado del salón -opinó-. Uno de esos zonzos se enteró de tu correo y te quiso jugar una broma pesada.
-Ya lo había pensado. Pero fue un poco más... como te digo... más a aterrador.
Sergio miróa los demás niños. Recordó que los primeros años de la escuela primaria, varias veces sus compañeros le habían quitado la prótesis para hacer mofa de él. Se vio a sí mismo de ocho años diciéndose que no debía llorar, que él era más fuerte que eso, que no debía tener miedo. Con el paso de los años los demás niños habían aprendido s respetarlo. Y en la escuela secundaria nunca había tenido un incidente como ése. Pero no dejaba de estar siempre a la defensiva. Una especie de halo de temor lo rodeaba todo el tiempo.
Jop levantó los ojos. Miró a lo lejos como el balón salía despedido hacia el área de los salones gracias a un fallido puntapié.
-Cuando tenga dieciocho años y voy a filmar cortos de terror como Brian de Palma. Y todos esos babosos, en cambio, van a seguir pateando la pelota igual de mal.
Sergio sonrió. Estaba seguro de que Jop no tenía miedo casi de nada. Lo habían expulsado de tantas escuelas, estaba tan acostumbrado al regaño de sus padres y al rechazo de los más niños, que se había creado una especie de cápsula confort en la que no necesitaba a nadie y él mismo era su mejor amigo. En su aislamiento, el cine de terror, el internet y el dibujo parecían bastarle para ser feliz.
El color en la capa del vampiro se teñía de azul por el reflejo de la luna.
"Es una tontería", pensó Sergio. "No hay ninguna razón para tener miedo".
Se rascó, distraídamente, la unión de la rodilla con la pierna. Se interesó mecánicamente en el dibujo de Jop.
* * *

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Siete Esqueletos DecapitadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora