Capítulo II

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—Pero qué dices tía, ¡qué dices!

De acuerdo, cuando Jesse se destornillaba de la risa por mis desgracias yo me ponía de muy mal humor. ¡Es que se las estaba contando para que entendiera lo difícil que era ser yo, el drama que era mi vida! Le di un golpecito en el hombro con una expresión de hastío y él rodó los ojos.

—No es para nada gracioso —le reproché—. ¿Puedes creerte que me dijo no malgastara mi tiempo en usar lentes sin fórmula, que le gustaría más si lucía mis ojos? ¡Esa mujer es una controladora! Yo hago lo que se me dé la gana y no pienso dejar mis lentes de secretaria, ¡gasté treinta dólares en ellos!

Jesse alzó una ceja y negó con la cabeza.

—Oye, suena como una jefa súper guay, la verdad —me dijo—. ¡Cómo quisiera yo trabajar para una tía que tuviera tatuada la letra de una canción de los Bee Gees en el trasero!

Enrojecí de sólo recordar esa experiencia, ese fue el día que aprendí a llamar a la puerta de la oficina de Regina antes de pasar. Es que ella como mujer de negocios podía ser la apoteosis, su compañía hacía una cantidad ridícula de dinero al mes, pero como empresaria formal era un completo desastre. Por supuesto, yo era la única que se daba por enterada del desastre de persona que era, porque cuando tenía que adoptar la actitud de presidenta de la compañía frente a otros hasta daba miedo de lo seria que se le veía.

—Mejor hablemos de otras cosas —pedí, soltando un largo suspiro—. Jamás en la vida pensé que un trabajo podría dejarme tan agotada.

—Hablemos de por qué diablos tuvimos que llevarnos esta cantidad de cosas si lo que vamos a cocinar es pollo.

—Pollo a la naranja —corregí—. Hombre serás al fin. Ahora anda, aliméntame si quieres que te ayude a quedar como un príncipe azul.

Mi mejor amigo se limitó a bufar y a lanzarme la lata de papas fritas que acababa de sacar de una bolsa de plástico. La abrí con rapidez y comencé a atragantarme; Jesse me había sacado de mi casa prácticamente a patadas para que lo acompañara a hacer las compras del supermercado y no me había dado tiempo de desayunar. «Te quedaste dormida, jódete» me había dicho. Era un desconsiderado de los mil demonios, pero hoy tenía una cena de aniversario con Lara; cumplían de novios cuatro años y comprendía su empeño por que todo saliera perfecto.

Lara era una chica muy mona que mi amigo había conocido en la escuela de psicología en sus años universitarios. Cuando él me la presentó y ella me miró con cierto recelo, no dudé en dejarle clara mi relación con su novio. Que sí, que Jesse y yo habíamos sido amigos desde los diez años y habíamos pasado juntos por esa etapa de la adolescencia en la cual todo el mundo estaba cachondo y quería jugar a la mamá y al papá varias veces a la semana, pero que no habíamos funcionado juntos.

Yo a Jesse lo adoraba y para esa época el hacerme novia de mi mejor amigo me había parecido bastante coherente. Vamos, que era un cliché de las narices aquel. Habíamos descubierto y experimentado un montón de cosas. Él me había cuidado en mis borracheras y yo asimismo había tenido que aguantármelo cuando iba colocado; pero llegó un punto en el que éramos como hermanos y que el tema del sexo ya no nos iba, así que decidimos dejarlo. No fue para nada incómodo, la verdad, porque entre nosotros había demasiada confianza y demasiados años de convivencia que no pensábamos echar al traste.

La vida era así; las historias de amor adolescente podían parecer lindas, pero eran la cosa más falsa del mundo porque uno a esa edad cambiaba de parecer de un momento a otro. En cambio, con jóvenes contemporáneas como yo, las historias de amor sí que molaban porque eran muchísimo más lógicas. Excepto la de la secretaria y el jefe, en esa ya había dejado de creer.

Enamorada... ¡¿de mi jefa?!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora