Las arañas, el cactus y la tormenta

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El resto de su colonia se había marchado ignorando sus advertencias. Asomada al pequeño agujero que servía de entrada al cactus en el que vivía, la araña mas anciana observaba la larga línea negra que formaban sus hermanas sobre la arena del desierto. Se mantuvo inmóvil allí hasta que fue incapaz de verlas con sus cuatro ojos, pues los otros cuatro habían perdido la capacidad de ver. Entonces volvió a entrar en la madriguera, excavada en el interior del enorme y centenario cactus. Tapó la entrada con una piedrecilla y la aseguró tejiendo una red. Era una red frágil. Sus ancianas patas ya no eran tan hábiles como en su juventud. Sin embargo, resistiría a la tormenta que presentía que estaba por venir, aunque no hubiera visto ni una minúscula nube en el cielo.

Cansada, presintiendo que la muerte no solo se acercaba a ella, sino también a la familia que había dejado marchar, buscó el rincón más profundo y alto. Era un pequeño agujero hecho en la carnosa piel del cactus. Allí dejó salir la multitud de huevos que llenaban su interior y se aovilló a su lado. Ahora solo le quedaba esperar.
La tormenta no tardó en llegar. Las gotas golpeando al cactus y explotando contra sus espinas la despertaron. Su instinto, que nunca se había equivocado y que sus hermanas -al verla vieja, gorda y casi ciega- no habían querido escuchar, le decía que la única esperanza de supervivencia para su familia se hallaba frente a ella, protegida por una piedra, una débil red y un sin fin de laberínticos corredores.

Al amanecer, los huevos eclosionaron. Ni uno quedó sin abrir. Todas juntas pasaron sobre el cadáver de su madre, que yacía mustio, encogido y olvidado en medio del pasillo, y uniendo fuerzas lo arrastraron fuera del cactus, guiadas por el presentimiento de que el también moriría pronto. La piedrecilla apenas supuso un problema para ellas. Fuera, el desierto seguía siendo un lugar árido, como si la noche anterior no hubiera habido tormenta alguna. Unas pocas patas peludas y rotas desperdigadas sobre la arena y la cabeza de un joven cactus que luchaban por escapar de la tierra fueron los únicos indicios que encontraron del diluvio de la noche anterior.

Una arañita se separó de la demás y contempló con atención lo que quedaba de su familia mientras el resto se afanaban por enterrar a su madre. Sus ocho ojos se alzaron al cielo sin encontrar nubes. Su instinto, que desde ese momento nunca se equivocaría, le decía que no volvería a llover en 10 años y que ese cactus diminuto sería crucial para su supervivencia.

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