Capítulo 4.- Lo que les sucedió en el globo terráqueo

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Después de reposar un poco, almorzaron un par de montañas que les guisaron sus criados con mucho aseo. Quisieron luego reconocer el mezquino país donde se hallaban y marcharon de Norte a Sur. Los pasos que daban el siriano y sus acompañantes abarcaban unos treinta mil pies cada uno. Seguíales de lejos el enano de Saturno, que perdía el aliento, porque tenía que dar doce pasos mientras los otros daban una zancada. Iba, si se me permite la comparación, como un perrillo faldero que sigue a un capitán de la Guardia del rey de Prusia.

Como andaban de prisa, dieron la vuelta al globo en veinticuatro horas; verdad es que el Sol, o por mejor decir, la Tierra, hace el mismo viaje en un día; pero hemos de convenir que es cosa más fácil girar sobre su eje que andar a pie. Volvieron al fin al sitio de donde partieron después de haber visto la balsa, casi imperceptible para ellos, denominada mar Mediterráneo y el otro pequeño estanque que llamamos gran Océano y que rodea nuestra madriguera; al enano no le llegaba el agua a media pierna y apenas si se mojaba el otro los talones. Fueron y vinieron arriba y abajo, procurando averiguar si estaba o no habitado este mundo; agachándose, tendiéronse lo más posible palpando por todas partes; pero eran tan enormes sus ojos y sus manos en relación con los seres minúsculos que nos arrastramos aquí abajo, que no lograron captar nuestra presencia, ni siquiera sorprender algún indicio que la revelase.

El enano, que a veces juzgaba con ligereza, manifestó terminantemente que no había habitantes en la Tierra; basado en primer lugar en que él no veía ninguno.

Micromegas le dio a entender cortésmente que su deducción no era fundada, porque —le dijo— ¿es que acaso con esos ojos tan pequeños que tenéis sois capaz de ver las estrellas de quincuagésima magnitud? Yo en cambio las veo perfectamente. ¿Afirmaréis, sin embargo, que esas estrellas no existen?

—Os digo que he buscado y rebuscado por todas partes —dijo el enano.

—¿Y no hay nada?

—Lo único que hay es que este planeta está muy mal hecho —replicó el enano—; irregular y mal dispuesto, resulta no sólo ridículo, sino caótico. ¿No veis esos arroyuelos que ninguno corre derecho; esos estanques que no son redondos ni cuadrados, ni ovalados ni de forma geométrica alguna? Observad esos granos de arena (se refería a las montañas), que por cierto se me han metido en los pies... Ved el achatamiento de los polos de este globo que gira y gira alrededor del Sol y cuyo régimen climatológico es tan absurdo que las zonas de ambos polos son yertas y estériles. Lo que más me hace creer que no hay habitantes, es considerar que nadie con un poco de sentido común querría vivir en él.

—Eso no importa nada —dijo Micromegas—. Pueden no tener sentido común y habitarle. Todo aquí se os antoja irregular y descompuesto porque no está trazado con tiralíneas como en Júpiter y Saturno. Eso es lo que os confunde. Por mi parte estoy acostumbrado a ver en mis viajes las cosas más distintas y los aspectos más variados.

Replicó el saturnino a estas razones, y no se hubiera concluido esta disputa, si en el calor de ella no hubiese roto Micromegas el hilo de su collar de diamantes y caídose éstos, que eran muy hermosos aunque pequeñitos y desiguales. Los más gruesos pesaban cuatrocientas libras y cincuenta los más menudos. Cogió el enano alguno y arrimándoselos a los ojos observó que tal como estaban tallados resultaban excelentes microscopios. Tomó uno, pequeño, puesto que no tenía más de ciento sesenta pies de diámetro, y se lo aplicó a un ojo mientras que se servía Micromegas de otro de dos mil quinientos pies. Al principio no vieron nada con ellos, pero hechas las rectificaciones oportunas, advirtió el saturnino una cosa imperceptible que se movía entre dos aguas en el mar Báltico: era una ballena; púsosela bonitamente encima de la uña del pulgar y se la enseñó al siriano, que por la segunda vez se echó a reír de la insignificancia de los habitantes de la Tierra.

Creyó, pues, el saturnino que nuestro mundo estaba habitado sólo por ballenas y como era muy listo quiso averiguar de qué manera podía moverse un átomo tan ruin, y si tenía ideas, voluntad y libre albedrío.

Micromegas no sabía quépensar; mas después de examinar con mucha atención al animal, sacó enconsecuencia que no podía caber un alma en un cuerpo tan chico. Inclinábanse yaa creer ambos viajeros que en el terráqueo no existía vida racional, cuando,con el auxilio del microscopio descubrieron otro bulto más grande que laballena flotando en el mar Báltico. Como es sabido, por aquellos días regresabadel círculo polar una banda de filósofos, que habían ido a tomar unas medidasen que nadie hasta entonces había pensado. Se dijo en los papeles públicos quesu barco había encallado en las costas de Botnia y que por poco perecen todos.Pero nunca se sabe en este mundo la verdad oculta de las cosas. Contaré consinceridad lo ocurrido sin quitar ni añadir nada; esfuerzo que por parte de unhistoriador es meritorio en alto grado.    


MICROMEGAS - VoltaireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora