Carta del testigo IV. Mi testimonio

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Mi tío y yo habíamos cruzado aquel portón griego que era decorado por un tímpano a forma de memento, el cual poseía en su relieve grabada la Guerra de la Unión. Cruzando el pasillo de columnas salomónicas retorcidas en su vejez y gárgolas que alimentaban las fuentes del áureo lugar, con desazón se me había venido a la cabeza que hacía no menos de dos décadas y media ambas Coreas -Norte y Sur- estuvieron en guerra, pero tras la muerte del dictador Kim Jong-il, su venganza por parte de las milicias norcoreanas y cien bombas atómicas después, ambas Coreas juntaron sus cenizas para edificar un nuevo mundo lejos de la esclavitud que nos sopesaba la agresividad que con tanto ahínco guía el carruaje de nuestra alma, junto al desencadenado caballo de la lujuria.

Las cristalinas cascadas caían como el susurro de un río, mostrándome una minúscula demostración de lo hermoso que el mundo llegó a ser un día, flecha que marcaba mi sino de recuperar todo lo perdido en Akadia; mientras algunos exploradores buscaban lo imposible, yo buscaba recobrar lo indescriptiblemente hermoso que antaño ancianos ojos vieron. El destino es un arco y nosotros jinetes de sus flechas, pero aunque siempre se crea que el futuro es azaroso, ¿Acaso nosotros no decidíamos en cada momento cual caballo sería nuestra fiel montura?

Llegados ambos a las colosales puertas del tribunal, mientras un ceñido pianista nos deleitaba con espinosas enredaderas de sensaciones hechas notas musicales, dos guardias con armaduras de acero inoxidable y corazón frío como el invierno nos cerraban el paso con sus largas lanzas de titanio, las cuales eran sospechosas por portar en su punta un, aparentemente, anodino hueco.

- Oíd, peleles, ¿acaso no sabéis que estoy invitado?

El virtuoso de las teclas tocó en disonancia cual espectro perturbado por la insolencia del hombre, girando su inexistente cuello hacia nosotros con una sonrisa vil que se ocultaba tras una máscara kabuki; Kamagwi, al cual jamás había visto asustarse jamás antes, dio un paso a modo de guardia atrás y mostró la dentada como un perro a la puerta de su caseta, viendo como un extraño adentra su imperturbable jardín. Una vez detenida la música, los guardas con cuernos a los lados de su casco esmeralda y altura de torre musitaron con un hilo de voz algo, sin alejar su mirada del horizonte de inquietud que se postraba frente a ellos con rectitud.

- El juez Marcus exige silencio. El juez Marcus ordena su espera aquí. Por favor, permanezcan en esta sala disfrutando de la música de nuestro buen pianista... si es que son capaces de no interrumpirlo con su banal palabrería, claro está...

Como un espantapájaros, el hombre levantó los brazos haciendo oscilar sus muñecas arriba y abajo, como si no tuviese huesos; los guantes blancos que parecían no resguardar manos en su interior comenzaron a marcar la calma y la prohibición de ruido. A modo de castigo, nos sepultó con sus fúnebres silbidos mientras ambos titanes de metal apartaban sus armas de nosotros volviendo a su rigidez de estatuas.

- ¿Si los mato testificarías en el juicio a mi favor? -me vaciló Kamagwi al oído, obligándome a negar con un movimiento de semicírculo con la cabeza.

El tribunal oficial, y no invitado como lo era mi tío, comenzó a entrar con el permiso de los gorilas en el interior de la gran sala; llevaban el pelo revuelto, algunos botones de sus camisas en trámites de divorcio con su estado abrochado y carmín en el cuello, junto al cuello de la camisa. Así, mi tío comprendió con un puño cerrado y la otra mano palpando el mango de su catana lo que estaba ocurriendo, corrupción en el sitio que él consideraba cuna y hogar de su honor; cuando le agarré la muñeca y negué sus impulsos, otro fue recipiente de su deseo y entró dando una patada al portón de mármol que medía quince metros, lográndolo abrir; era Croma, un abogado que había perdido todos sus juicios y vivía en las calles cual vagabundo errante, pero por primer vez se lo podía ver afeitado y con una sonrisa de ganador bajo su nariz en forma de pepino rojizo por el alcohol que lo hacía deleitar cada noche bajo su amante, la luna.

CromaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora