Capítulo 1. Un réquiem cantado por el cuco de Cronos [Prólogo]

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Amaneciendo en oriente camino a tierras coreanas me encontré forjando mi leyenda con una taza de café en la mano izquierda y un periódico en la derecha; fue entonces, mientras las eróticas camareras danzaban con los talones contorsionistas y eventuales rutas para el reparto de los platos, que leyendo una editorial del New Sands con el título en Papyrus y el cuerpo en Comic Sans me adentré en un artículo que idolatraba las grandes leyendas de la fantasía.

Partí el sobrecillo pícaro que había encarcelado el azúcar y, echando sus dulces vísceras en el oro marrón, me di cuenta de que hacía ya noventa años de la salida de La Comunidad del Anillo a manos de un Tolkien enfermo por el virus de la apartheid, sufriendo los síntomas del racismo y, tras un gran salto de tiempo hasta el noventa y seis, el género fue dominado y revivido por las nigromantes manos de un ácido avatar de la muerte; él era el escritor que daba caza y ejecución a todos sus personajes sin importarle los sentimientos de sus lectores, George R. R. Martín y, retomado el género tras ser prostituido, desdeñado y dado a la arbitrariedad, siendo un mero símil del ya nombrado Tolkien, llega en dos mil siete Patrick Rothfuss y bendice como si fuese el Papa Benedicto la mente de millones de lectores, asintiendo con palabras no orales sino escritos al tiempo que infectaba a dichos santos con el ansia de escribir fantasía.

Ahora, todavía sin que este joven español vestido con un cárdigan rojizo se adapte al horario de Las Indias, parto en la búsqueda de información sobre la renacida Rose Sinful para hacerme con la recompensa habitual por estos trabajos: una hoja del Almacén de Pangea que devolvería algo robado a este mundo. El cobro sería el arma que dispara ignorancia y no balas, ninguna otra cosa puede ser que la censura. Cientos de mercenarios en chapuceros coches destartalados y milicianos a caballo vagan las arenas asiáticas para hacerse con su ansiado tesoro, pues son esclavos del Comité de Censura que durante estos dos últimos años ha ganado poder y se ha hecho con el gran monopolio del mundo, tal cual lo haría un illuminati si existiese dicha conspiración.

Y dicho esto, tras leer en mi cuarto del Hotel Marfil que es llevado a lomos de un colosal elefante las novelas antes mencionadas, yo cierro el libro parpadeando perplejo y decido bajarme a las seis de la mañana a ver como borrachos siguen despiertos tras más de veinticuatro horas y meten mano a las camareras de maneras triviales, sin finalidad alguna más allá de captar sensaciones que hagan a su soldadito disparar al apretar el gatillo. El cénit ciega unos segundos al Gran Bus de Marfil y su trompa resuena por todo el continente, mientras yo doy sorbos sonoros y nerviosos a mi café cuestionándome si estoy al nivel de cualquiera de los protagonistas confeccionados por aquellos maravillosos tres hombres, ¿realmente yo he nacido para ser un James Bond imberbe y de mirada perdida con una sonrisa tonta en mis rosados labios? Tal vez sea solo un pelele; quizás un peón mal puesto para dar una burlada estocada a un muro, el cual no será derribado por mi persona sino por la de quien se apodere de aquel destino tan valioso como incierto.


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