Carta del testigo II. Crónica del día

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En el cuarenta y siete de la calle Jamjaneun Olppaemi siempre se habían contado historias. Si un cuentacuentos tuerto entraba en este hogar, todos sabían que narraría como perdió su ojo en lugar de pedir algo de sal a mi madre. En casa vivían tres de mis tíos, los cuales entre vasos de agua y golpes a la mesa reían ante las anécdotas del que allí se adentraba, listo para narrar sus magníficas experiencias.

Mi tío Kamagwi –por parte de madre- había enviado a la encargada de la casa a prepararle un té, pues había logrado hierbas exóticas que había almacenado en sobres; no se deshacían al contacto con los líquidos, pero si liberaban las esencias aromáticas y gustativas de la flora capturada allá afuera. Era un micólogo y geólogo excelente, conocía que setas eran venenosas y dónde había árboles sanos que tenían hermosas flores a sus pies, en medio de madera podrida y ardillas degustando las, posiblemente, últimas nueces del mundo.

Podía verlo desde la mecedora de la cocina, con su pelo blanco atado con ramas vivas que regaba a diario. En las puntas negras -pintadas con tinta de calamar- había una flor de loto que colgaba como el interruptor de una bombilla fundida, la cual jamás se encendería. Su chaqueta marrón con los bordes del cuello decorados con plumas de águila -junto a la brizna de cereal que siempre llevaba entre sus fríos labios-, lo hacían parecer un mafioso y, por ello, Madeleine no solía rechistar o responder a las peticiones del tío, sino solamente obedecer y asentir como buena criada.

- ¿Que el chico de Naj quiere ser explorador? –cesó acariciando su barbilla, manteniendo un silencio con ojos amenazadores, determinando una respuesta frente al horizonte invisible que aparecía ante sus expertos ojos- Rayos, ¿Y dejar a Kanalia sola en el caso de que muera? ¡Ya sabéis lo peligroso que es este oficio!

Kamagwi siempre tenía puesto un vidente ojo encima de mi madre, por lo que jamás me permitiría sufrir los peligrosos gajes del trabajo sin ponerme antes una prueba compleja, pero no letal. Siempre lo había sabido, el día que quisiera hacer el examen práctico de acceso él –como miembro más poderoso de la familia- elegiría para mí una corte seria y complicada que me impondría un duro trabajo a cambio de mi licencia. Podía ser amaestrar a un perro de dos colas, o conseguir que un loro supiese recitar el himno nacional. Pero, no, él seleccionaría como mis maestros a La Corte del Fénix; ellos fueron los que lo suspendieron cinco veces antes de aprobarlo y, su prueba, no fue otra que cortar con una pequeña catana una de las plumas del Pinigseu Nangtteoloji.

- Viejo cuervo, no hace falta que te quejes... ya sabes que tú ganas –apuntó el tío Megi, por parte de madre.

Mientras la encargada ahogaba y salvaba al naufragado sobre de té en el agua, yo comprendí que nada me salvaría de ir al Nangtteoloji –el acantilado donde el Pinigseu se posaba a mirar el atardecer, todos los días-. Yo no era mi tío: alto y fuerte, con un cuchillo siempre al costado para cortar deliciosos champiñones y una colección de animales disecados de leyenda en su salón. Aquel fénix que yo tendría que capturar tenía un sentido auditivo increíble y, aunque solía mostrarse imperturbable, incluso un lejano terremoto de mínima intensidad lo haría huir espantado en desbandada.

- Bueno, si es un Hyeseong logrará una pluma del Pinigseu y lo hará porque un Hyeseong jamás se rinde, ¿Verdad?

Bam se cruzó de brazos y situó una sonrisa vil en sus labios, posando una mirada creída en sus ojos aceitosos. El mensaje iba dirigido a Kamagwi, quien se hundió de hombros y le devolvió una sonrisa.

- Megi, ¿Sabías que nuestra madre denegó a Naj la mano de Kanalia dieciocho veces? –pausó, abriendo los ojos con una alegría que jamás había percibido en aquellos abismos marrones de cóndor- Y, aquí estamos. Bebemos agua con su hermano y cohabitamos bajo el mismo techo que su hijo.

- Yo había escuchado diecinueve de madre, poco tiempo antes de su entierro –puntuó- pero, número arriba o abajo, la cifra sigue siendo increíble. La perseverancia de un Hyeseong es tan fuerte como la voluntad de la naturaleza; si un hombre pudo derrotar a mamá, un chico podrá tomar una pluma del Pinigseu.

Megi siempre era optimista, pero no tonto. Antes de afirmar algo pensaba argumentos y premisas que lo hiciesen creer en sus palabras. Él era político, se encargaba de aceptar o denegar planos y construcciones de tiendas por todo el sector oeste. Todo el mundo lo llamaba el Geodaehan Mangchi, que venía a significar Martillo Prodigioso, pues ningún negocio aprobado por su sello sufría problemas económicos. Por ello, tener su visto bueno era como el aire ascendente que eleva al halcón de enormes alas.

La luna cayó, y el fénix del acantilado volvía a casa, dejando sin rey su real trono. La criada llevó su té al tío Kamagwi y pude ver al borde de sus muñecas dos garras rapaces, las cuales agarraron con portentosas zarpas la taza y bebieron. Asintió orgulloso del gran sabor, provocando que la joven huyese sonrojada con una sonrisita de enamorada.

Me levanté y subí las escaleras hechas con escalones de leña. Miré el reloj y alcancé a ver que faltaban dieciocho horas para el próximo atardecer y, así, me decidí a pedirle al tío ir a por plumas. Esa noche me entrenaría con el mejor e, incluso, puede que mientras yo cortaba plumas de búho él coleccionase setas para darme una comida decente y llena de proteínas que me ayudasen mañana a estar listo. Abrí el armario y saqué una bandana naranja como la más brava llama, representando mi fuego interior. Agarré la afilada navaja que me regaló el tío Bam por mi cumpleaños –y que Megi solía usar para afeitar a Kamagwi- y observé por la ventana a una bandada de luciérnagas, las cuales buscaban refugio de la lluvia ácida que se avecinaba. Había acabado una Goldeu Sigye de dos horas que había dejado a los animales desentumecerse y estirar los músculos, atrofiados por tener que pasar demasiado tiempo en refugios naturales como cuevas o huecos en los más resistentes árboles.

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