Nunca me han gustado los velatorios. Al menos, no como se hacen ahora.
Es decir, antes los velatorios tenían todo que ver con los muertos. Alguien se moría y sus familiares lo colocaban en la mesa de la cocina y lo dejaban allí durante días por si acaso se despertaba. Porque nadie quería acabar descubriendo que había enterrado vivo a un ser querido. O vecinos y amigos se reunían en la casa del difunto con su familia para rezar por su alma, para asegurarse de que el alma fuera al Cielo, o al Paraíso, o alcanzara el Nirvana, o lo que sea. Por desgracia, eso no sirve de nada; el alma abandona el cuerpo en cuanto el corazón deja de latir y ningún rezo es capaz de cambiar su destino. Pero, claro, eso lo sé yo, no el resto de las personas.
Ahora, en cambio, los velatorios y funerales son para los vivos. Todo el mundo quiere arropar a las personas más cercanas al muerto y por eso se reúnen en esos sitios horribles llamados tanatorios y expresan su profundo pesar a los que se quedan. Uno tiene la desgracia de morirse, pero es otro el que recibe las condolencias. Me parece un poco egoísta. En mi opinión, lo que se debería hacer es acercarse al ataúd y decir algo así como «Siento que te hayas muerto, tío. Es una faena. Ya no podrás hacer todas esas cosas que siempre quisiste hacer y para las que nunca tuviste el tiempo o la oportunidad. Te acompaño en el sentimiento». Esta última frase es una chorrada total porque nadie sabe lo que siente uno al morirse hasta que se muere y, por tanto, no puede acompañar en nada, pero es lo que se dice en estos casos.
A lo que voy es a que, cuando se nos muere alguien, sólo pensamos en que nosotros hemos perdido a alguien, pero no pensamos en lo que ha perdido ese alguien. Porque lo cierto es que nadie quiere morirse. De hecho, ésa es la razón por la que estoy aquí, actuando como defensora de los muertos y dando un discurso sobre por qué no me gustan los velatorios.
Y a pesar de mi disgusto hacia esta práctica, aquí estoy, metida en un coche parado en el aparcamiento del Tanatorio Municipal de Alhama de Murcia, el pueblo dónde vivo, intentando escaquearme de entrar, y fracasando estrepitosamente.
—No hace falta que te pongas de morros porque vamos a entrar. Baja ahora mismo del coche.
—¿Y si no lo hago?
Mi mejor amiga, una ninfa (literalmente) pelirroja (no literalmente) que sólo se pone de mal humor cuando yo me pongo extremadamente obtusa o infantil, me lanza una mirada asesina.
—Ya hemos hablado de esto, Gaia, hemos venido porque es nuestro deber.
—Yo no tengo ningún deber de nada, Zuce. No entiendo por qué me obligas a hacer esto.
Zuce respira hondo, intentando tranquilizarse. Siempre está de tan buen humor que a veces es divertido intentar sacarla de quicio sólo para ver cómo reacciona. No está en su naturaleza enfadarse y normalmente se avergüenza de esos episodios en los que consigo cabrearla.
—El padre de Isa ha muerto.
—¿Y?
—Isa es nuestra jefa.
—¿Y?
—Y nuestra amiga —completa, apretando los dientes. Observo que abre y cierra los puños, como si estuviera a punto de golpearme. Me satisface sacarle ese tipo de reacciones violentas porque es cuándo más humana parece. Aunque, ¿quién soy yo para hablar?
—¡Venga ya! —exclamo—. ¿Quién se hace amigo de su jefe? Lo normal sería que la pusiéramos verde en los descansos para el baño y nos regocijáramos en sus desgracias.
—Isa ha sido una buena jefa y una buena amiga. Y ahora vamos a bajarnos del coche, vamos a entrar ahí y vamos a darle el pésame —su tono tajante me sobresalta. Ha sido un discurso muy apasionado.
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La Muerte tiene el pelo azul
ParanormalLibrera de día. Parca de noche. Desde que, estando a las puertas de la muerte, eligió convertirse en una parca por encima del descanso eterno, Gaia ha vivido su existencia con la tranquilidad de no sentir emociones y cumpliendo obedientemente todos...