La estrella de los grandes almacenes iluminaba intermitentemente la habitación. María se acercó a las ventanas, siempre cerradas, de la sala nido del hospital. Desda allí los coches se veían como pequeñas linternas que avanzaban y se detenían rítmicamente al compás de los semáforos. Por la calle, plagada de luces de colores, un río humano fluía en dirección a la puerta principal del edificio coronado por la estrella. Toda la fachada brillaba con la decoración navideña. Miles de personas y vehículos se agolpaban en la zona. Un inagotable caudal entraba y salía con bolsas dibujadas con abetos y renos.
Dinero, luces, música en las calles, eso era, en resumen, la navidad.
A ella le permitía cambiar guardias con sus compañeras y cobrar más moches, con lo que se ponía al día en algunos de sus pagos: las letras del coche, del piso, la factura del dentista, etcétera, y para eso le servía la navidad.
Recorrió con la vista la sala en penumbra, la noche se presentaba tranquila, todos los bebés dormían y nada perturbaba el silencio. Diez años trabajando en hospitales le habían acostumbrado a convivir con la muerte y la enfermedad como algo puramente profesional. Las cunas entraban y salían de la sala, como pequeñas máquinas que había que reparar. Desde allí se procesaban y devolvían a las habitaciones o, en los casos peores a la U.C.I. Aquellos niños eran un paso más del experimento de la vida, que conocía muy bien. De su época en la unidad de reproducción recordaba haberlos visto en tubos de ensayo. Cadenas de ácido que se ensamblan una con otras siguiendo instrucciones precisas que sus propios componentes les marcan.Un sonido agudo surgió del puesto número 6. Se agachó sobra la cuna de metacrilato, y su olfato le informó del problema. Con un movimiento preciso sacó al bebe, lo depositó sobre el cambiador, quitó el pañal sucio y lo sustituyó por uno limpio. Todo el proceso fue rápido, sencillo y profesional. Con la habilidad propia de quien lleva años haciéndolo. Pero el número 6 no calló. Lo devolvió a su cuna, apoyó la mano sobre su frente para comprobar si tenía fiebre y él le cogió el dedo. Lo apretó con fuerza y, en ese momento dejó de llorar. Aquél minúsculo ser se aferró a ella porqué necesitaba sentir calor humano. Maria se estremeció, el contacto de aquella mano hizo despertar algo que llevaba demasiado tiempo dormido en su interior. Vio a la joven enfermera, sola en una noche de diciembre y a alguien que necesitaba compañía. Lo que no supo fue quien de los dos necesitaba más al otro. Con mucho cuidado estiró el pie y arrastro hacia si una silla en la que se sentó. La sala seguía en penumbra, y en ella dos seres humanos se aferraban el uno al otro, porque ambos se necesitaban.
La estrella de los grandes almacenes iluminaba intermitentemente la habitación ...
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Cuentos con alma
EspiritualNavegar sobre el blanco camino de la Luna, con los ojos cerrados, sin pensamiento, sin memoria sentir,nada más