Capítulo 3

24 3 0
                                    

Unos diez minutos después, estábamos los tres sentados en el coche, resguardados de la lluvia, que cada vez caía más fuerte. Mis padres se colocaban la ropa húmeda mientras yo, en el asiento izquierdo, jugueteaba con mi hermosa jirafa verde, la cual había traído bajo la chaqueta para impedir que se mojase.

Cuando mis padres terminaron de discutir detalles estúpidos, mi padre arrancó el coche y continuamos con aquel absurdo viaje. Al fin y al cabo, ni yo misma pensaba en la posibilidad de aprobar aquel supuesto examen de ingreso. Era gastar gasolina en vano.

Cuando hubimos pasado un par de señales de tráfico y algunos campos de cosechas varias, vi el momento de incordiar a mis padres.

—Mamá.

—Dime—dijo mi madre.

—Me hago pis.

Ella me miró como si acabase de estropearle todo un año de trabajo en la oficina y permaneció en silencio.

Al darme cuenta de que mis intentos de dar marcha atrás no servirían de nada, apoyé la cabeza en el respaldo del asiento y quedé mirando al techo del coche. Acaricié la cabecita de mi jirafa y cerré los ojos. De pronto y casi sin darme cuenta, las voces de mis padre se tornaron un murmullo mezclado con el ruido de la carretera. El tiempo pasó rapidísimo, y cuando me quise dar cuenta, mis padres estaban ya saliendo del coche.

Mi madre me acarició la mejilla para despertarme. Sus manos estaban frías. Noté entonces que me faltaba algo. Mis manos estaban vacías, reposando sobre mis muslos. Mi jirafa se había caído y me miraba indefensa desde el suelo del coche. Parecía aferrarse con fuerza a mi zapato, aunque no le llegasen las patitas. La recogí y me la acerqué al pecho.

Fuera ya no llovía, aunque el cielo estaba gris. Un muro de unos doce metros de alto se levantaba ante nosotros, imponente. No tenía ventanas, ni ninguna imperfección. Los ladrillos naranjas parecían recién colocados, y no había forma de ver lo que había tras ellos. Había pared hasta donde alcanzaba la vista, y no había edificios ni gente cerca. La carretera estaba desierta, y en la otra acera, solo había un poste que indicaba que por allí pasaba el autobús, y tras él, un descampado plagado de hierbas secas. Un poco más allá se veían las chimeneas humeantes de una fábrica de quién sabe qué cosas, cuyo humo parecía ser el responsable del color del cielo. De ningún modo conseguía comprender lo que había llevado a mis padres a dejarme en aquel lugar.

Mis padres empezaron a andar calle abajo.

—Mamá, ¿qué hora es?

—Las seis y media—contestó mi padre.

Las farolas de la calle se encendieron de pronto. Para la mala impresión que daba toda la zona, las farolas daban una luz bastante buena.

Un terrible miedo me invadió por completo en ese momento. Me di cuenta de que me iban a dejar en aquel sitio, y no iba a regresar a casa en quién sabe cuánto tiempo. Agarré la mano de mi madre y apreté la jirafa contra mi barriga. Tras bajar una cuesta de cemento bastante larga, encontramos una puerta gris por donde debían entrar camiones que parecía cerrada a cal y canto. Dentro de la propia puerta, había otra más pequeña que serviría para salir o entrar sin necesidad de abrir la grande. Mis padres pasaron de largo. Poco después –aún llegados a este punto no se veía el final del muro– llegamos a otra puerta. Esta tenía una ventanita de cristal cubierta por unos barrotes del mismo hierro del que estaba hecha, probablemente, la puerta anterior. Mi padre tocó el botoncito del timbre. Dos o tres segundos después, una mujer rellenita, entrada en años y con un grano enorme en la barbilla se asomó a la puerta.

—¿Aitana Macías Prieto?

—Matías—corrigió mi padre.

La mujer entrecerró los ojos y se acercó a la cara un papel que llevaba en la mano. Después sonrió.

Fugas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora