Capítulo 1

43 5 1
                                    

El motor rugía mientras avanzábamos por la carretera. Mis padres pretendían dejarme tirada en una ciudad que, decía la gente, escondía un secreto. Los rumores se habían extendido por el barrio, hasta llegar a oídos de mis padres, quienes, aburridos de firmar boletines de notas con gran parte de las asignaturas suspensas y varios puntos de mal comportamiento, habían decidido llevarme a que aprendiese a vivir yo sola. A pesar de mi corta edad, no les había parecido una idea que pudiese influir de forma negativa sobre mi vida. En fin, no tuve otra que hacer las maletas y subirme al coche. Tras aproximadamente seis horas de camino, ya no se veían los bloques de pisos ni los hoteles y las tiendas que había en todas partes. La cantidad de gente que caminaba por las aceras se iba reduciendo, aunque en cambio, el tráfico comenzaba a apretarse en el mismo carril.

Más o menos la mitad del camino lo había pasado básicamente durmiendo y escuchando música, ya que nos habíamos levantado antes de las seis de la mañana para empezar el viaje, pero por más que lo intentase, no era capaz de conciliar el sueño de nuevo.

Apoyé la cabeza en el cristal de la ventanilla y comencé a fijarme en cada detalle que rodeaba la carretera. Poco a poco, los edificios fueron quedando ocultos tras muros de piedra que sujetaban puentes, túneles y demás estructuras.

Mi cerebro leía automáticamente los grafitis de los muros, y cuando me aburrí de leer, me di cuenta de que solo dos o tres de los grafitis que había visto tenían sentido.

El viaje fue bastante aburrido, a decir verdad, y a la séptima hora (aguanté francamente bien) empecé a no poder resistir, debido a mi hiperactividad diagnosticada por la doctora Aitana (yo misma), el no poder levantar el culo del asiento del coche.

—Mamá, ¿cuándo paramos?

—Cuando lleguemos.

— ¡¿Qué?! ¿Quieres decir que no vamos a parar a comer nada ni a hacer pis en todo el camino?

— ¿Necesitas ir al baño?

—No.

—Entonces no tenemos por qué parar.

—Bueno, un poco sí.

—Pues paramos por aquí y lo haces en algún árbol.

— ¿No hay ninguna gasolinera?

—No necesitamos gasolina.

—Pero en las gasolineras hay baño.

—No vamos a parar en una gasolinera, hija.

—Entonces casi que prefiero esperar.

Chasqueé la lengua un par de veces durante los siguientes diez minutos, y tras no conseguir dejar de mover alguna parte de mi cuerpo, intenté entablar conversación de nuevo.

—Papá, ¿cuánto queda de camino?

—Unas cuatro horas.

— ¿Y de verdad que no vamos a parar?

—Aitana, ¿quieres dejar en paz a tu padre? —intervino mi madre.

Resoplé, y tras unos minutos de silencio hablé de nuevo.

— ¿Por qué me lleváis a ese sitio? ¿De verdad vais a dejarme allí?

—No lo sabemos —dijo mi padre—. Creemos que es una buena oportunidad para ti. Ya que en tu colegio de ahora no das pie con bolo, vamos a ver qué tal te va en uno nuevo.

— ¿Es un internado?

—No exactamente.

— ¿Por qué no lleváis a Pablo también?

—Porque él sí que obtiene buenos resultados académicos—dijo mi madre.

— ¿Un suficiente en el noventa por ciento de las asignaturas te parecen buenos resultados académicos?

—Al menos no suspende ninguna.

—Pero yo saco notables en las asignaturas que apruebo.

—Lo que demuestra que el problema es que no te da la gana ponerte a estudiar—intervino mi padre de nuevo.

—Gracias, padres. Me subís la autoestima como nadie sabe hacerlo.

Mi madre suspiró.

—No sabemos aún si te vas a quedar allí o no, y por ello solo llevas una parte de tus cosas.

—Pero el móvil ha habido que dejarlo en casa—me quejé.

—No permiten que haya comunicación con el exterior desde dentro de la ciudad—explicó mi padre.

— ¡¿Qué?! ¿Y entonces cómo os voy a decir si me están matando o no? ¡A saber la clase de cosas que pueden hacerme si las condiciones son esas!

—Se puede hablar por vía telefónica desde la ciudad, pero los teléfonos ya están allí. No está permitido llevarte el tuyo por motivos que no han querido especificar.

—Seguro que van a vigilarme. No sé cómo se os puede ocurrir meterme en tal sitio. Sois malos padres.

Mi madre intervino de nuevo, desesperada y subiendo el tono.

— ¡No hagas esto más difícil de lo que ya es, Aitana! ¡Claro que no quiero dejarte sola en una ciudad que está a horas de casa y en la cual no he estado en mi vida ni nadie sabe nada de lo que pasa dentro! ¡Pero tienes que tener un futuro! ¡Y dejarte donde estás no es una buena opción!

Se le humedecieron los ojos, haciéndome sentir culpable, y después de eso permanecí en silencio. Hasta que se me ocurrieron más preguntas.

—¿Cuándo voy a poder veros?

—No sabemos los horarios.

—¿Pero podré veros?

—Claro que sí. Si no fuese así, no te llevaríamos.

—¿Por qué nadie sabe nada de ese sitio?

—Porque no mucha gente tiene la oportunidad de entrar.

—¿Hay que pagar, o algo por el estilo?

—Hay que pasar un examen muy complicado que mucha gente no puede ni siquiera terminar.

—¿Por qué?

—Dicen que te somete a un gran nivel de concentración y tensión.

—¿Y confiáis en mí para aprobarlo?

—Y con buena nota.

—¡Pero si no he estudiado nada!

—Nos dijeron que no era necesario. Es más, advirtieron de que sería una pérdida de tiempo, porque tal examen no se aprueba estudiando.

—¿Y qué clase de examen es uno que no se aprueba estudiando pero no mucha gente puede pasarlo?

—No estamos seguros. Pero tenemos cierta corazonada de que podrás pasarlo por encima de la media. Porque para acceder a las plazas hay que estar muy por encima de la media.

—Pues no sé por qué hemos hecho las maletas.

Mi madre comenzó a darme una de sus típicas charlas.

—Si ni siquiera tú confías en ti misma, nadie va a ser capaz de hacerlo. Si ni tú misma ves tus cualidades buenas, no esperes de nadie que sea capaz de verlas.

—Por supuesto, mamá. Cómo no.

Mi padre habló de nuevo.

—Aitana, ponte los zapatos, vamos a parar.

—¿Ya hemos llegado?

—No, pero vamos a parar en aquel restaurante a tomar algo.

Fugas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora