Capítulo 4

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Una mujer rubia se levantó de una de las sillas y se dirigió a mí. Me estrechó la mano.

—Soy Lucía, psicóloga. Tú debes de ser Aitana.

Asentí.

—Siéntate en aquella silla, por favor—me dijo.

Me dirigí a la silla que quedaba libre antes de que Lucía se levantase y me senté.

—Yo soy Paco—dijo uno de los hombres que estaban sentados en las otras dos sillas—. Estudié filosofía y actualmente enseño educación ético-cívica en un colegio de bachiller. Encantado.

—Y yo soy Mateo. Actualmente programo videojuegos y webs en una universidad de ciencias tecnológicas. Vas a hacer tu examen de ingreso con nosotros, ¿verdad?

Asentí.

—Supongo.

Ellos sonrieron.

—Vale—dijo Paco—. Este no es un examen en el que tengas que escribir ni nada de eso. La primera prueba es...

—¡Huy! —saltó la psicóloga—. Me he dejado el boli de apuntar en la otra sala.

—Ah, ¿el negro? Lo cogí yo y lo dejé sobre la mesa—apuntó Mateo.

Miré a mi alrededor. Al menos en aquella sala no había ninguna mesa. De hecho, a excepción de las sillas, estaba vacía. Excepto por un espejo apoyado en el suelo que debía medir unos ciento sesenta centímetros de alto y cincuenta de ancho. Lucía se levantó.

—Acompáñame a ver dónde lo dejaste, por fa, Mateo.

El programador de videojuegos se levantó también y se excusó antes de salir de la sala.

—Bueno, decía que la primera prueba consiste en comprobar tu capacidad de descubrir—prosiguió Paco.

Pero entonces Lucía apareció otra vez por la puerta.

—No está la llave. Tú sabes donde la tienen, ¿no Paco? ¿Puedes venir?

El otro hombre se levantó también.

—Venimos enseguida. Quédate aquí y no toques nada, ¿vale?

Asentí de nuevo. Tampoco había mucho que tocar.

Unos diez minutos después, los examinadores aún no habían vuelto. Me empezaba a doler el trasero de estar sentada en aquella silla tan incómoda, de modo que me levanté y di una vuelta por la habitación. Me acerqué a una pared y la toqué. Dios mío, parecía papel en vez de pared. Apreté una gota de gotelé con el dedo y se aboyó. Me asusté al principio, pero luego me di cuenta de que lo que estaba tocando no era un trozo de pared. Era un folio. Un folio pintado del mismo marrón que las paredes. Levanté una esquinita. Me di cuenta de que lo único que lo sostenía a la pared eran restos de la pintura que lo cubría. Debajo había más pintura, de modo que no había razón por la que ese folio debía estar ahí. Me resultó extraño, pero, por si acaso, volví a pegar la esquinita y me acerqué al espejo. Era un espejo normal y corriente. Con huellas de dedos de alguien poco cuidadoso. Procuré no tocarlo. Entre el espejo y la pared había espacio. Y en ese espacio parecía que el suelo era de baldosas y no de moqueta. No pude resistirme a meter la mano, así que me agaché y lo hice. Eran baldosas. Estaban frías. Palpé el trozo de suelo que no tenía moqueta y me di cuenta de que había un desnivel antes de que el espejo rozase el suelo. Cubriendo las baldosas estaba la moqueta. Me pregunté por qué motivo se cubrirían unas baldosas con moqueta. Y si el espejo estaba ahí con el único propósito de disimular el trozo de suelo que no estaba cubierto por moqueta. Me levanté del suelo y me dirigí de nuevo a las sillas. Como antes, en la recepción, las probé una a una. Las tres eran igual de incómodas, solo que cada una hacía un ruidito diferente al cambiar de postura o levantarse. Volví a la mía y esperé. Unos minutos después, los examinadores volvieron, tomaron asiento y se disculparon por la tardanza.

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⏰ Última actualización: Dec 14, 2015 ⏰

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