Aquí acaba mi día. Me encamino a esa ciudad bajo tierra que se hace llamar metro para volver a casa. En mis auriculares suena shelter. Es perfecta para esta tarde de lluvia después de un rutinario, aburrido y mierda de día de colegio. Avanzo, ya falta menos para llegar a mi refugio, mis manos temen salir de sus bolsillos. Rezo para que en el metro haya la suficiente muchedumbre para calmar mi frío y sentir esa oleada de calor provocada al adentrarte en los túneles que te guían camino a esos grandes y sucios vagones siempre abarrotados de gente sintecho que en cierta forma arruina la música que sale de tus auriculares para substituirla por su melodía tocada por una guitarra o un acordeón, y si hay suerte, o no, van acompañados de una tremenda y angelical voz o de un terrible y desastroso rugido. Observo los cristales de los coches. Pequeñas gotas de agua en forma de vidrios golpean con fuerza las ventanas para luego deslizarse de manera entrecortada, como lágrimas hasta llegar a la comisura de tus labios para desviar su camino accediendo al precipicio que provoca el final de tu barbilla. Tiene vértigo, el mismo que le tienes tu a la vida, ella lo tiene pensando en que al llegar a tu pecho se puede descomponer, en que al llegar a tu cuello se va a romper, igual que le puede pasar a tu corazón en manos de otra persona. Asegúrate de que esas manos no se conviertan en garras. Nunca fuiste bella, el no será tu bestia. Esa gota, que se paseaba por tu rostro dejando un hilo de huellas saladas, nunca cayó en tu cuello ni titubeó en tu pecho. La húmeda acera decorada de flores regadas que parecen tristes, por el aguacero quizás, amortigua esa pizca de pesar surgida de tus ojos, creada por tu lagrimal y provocada por tu mente. Hoy todo el mundo llora. Aunque no quiera, la verdad impresiona no poder parar y seguir viendo en las caras de la gente esas gotas de cristal o esas lágrimas de vidrio que recorren una a una cada celula de nuestra fisonomía por la llovizna o por la tristeza brotadas, nacidas de la faz de la tierra.